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Un imán del tamaño de una lonchera se ha colocado junto a mi cabeza. El técnico que lo ha colocado ahí, satisfecho, se aleja y enciende una máquina que hace un ruido fuerte y rápido, como un
golpeteo, mientras envía ondas magnéticas a través de mi cerebro. Estoy aquí porque he estado estancado en una grave depresión durante un año y medio. Esta terapia, llamada estimulación
magnética transcraneal, o EMT, ha sido muy recomendada; sin embargo, parece ser una opción de último recurso tras tantas otras terapias fallidas. “Esto tiene que funcionar”, me digo. Si no
funciona, se me acabaron las opciones. He lidiado con la depresión la mayoría de mi vida adulta; a pesar de sus desafíos, he seguido adelante. Pero cuando cumplí 50 años, comencé a
preocuparme más sobre la enfermedad y mi futuro. En la oficina de mi psiquiatra un día de verano hace unos años, ella me preguntó si tenía alguna pregunta. “Sí”, dije. “¿Qué pasará cuando me
quede sin opciones?”. Sabía que eso podría suceder. A lo largo de las décadas, he probado casi todos los antidepresivos disponibles: Prozac, Wellbutrin, Zoloft, Paxil, Celexa, entre otros,
con un éxito limitado. Aproximadamente el 30% de los adultos en Estados Unidos diagnosticados con depresión no reciben alivio de las terapias estándar (en inglés), o los tratamientos
simplemente dejan de funcionar, según un informe del 2021 publicado en la revista The Journal of Clinical Psychiatry. Considerar esa posibilidad era como no ver la luz al final del túnel. Un
porcentaje pequeño pero significativo de hombres con depresión se quitan la vida. No quería eso para mí. Tenía una hija adolescente. Desde que su madre y yo nos divorciamos en el 2017, mi
hija y yo habíamos comenzado a hacer viajes cortos juntos, solo los dos, a Boston, Washington, Nashville. No quería dejar que mis problemas la afectaran a ella ni afectaran nuestra relación.
Pero tras el comienzo de la pandemia en el 2020, los viajes se detuvieron. Vivía solo en un pueblo pequeño. Como trabajaba desde casa, no salía a ver a nadie, y mi depresión comenzó a
empeorar. Luego, como temía, mis medicamentos dejaron de funcionar. Se evaporó el placer que todavía podía encontrar en mi vida. Siempre me ha encantado cocinar, preparar comidas desde cero
o recrear platos que había comido en restaurantes. Ningún plato era demasiado intimidante. Incluso cociné mole, la salsa de la ciudad natal de mi padre en Oaxaca, México. Uso chocolate,
chiles y dos docenas de otros ingredientes. La depresión me quitó ese placer. No tenía la energía para cocinar, ni el interés. Empecé a comer fuera con mucha frecuencia y a dormir más: ocho
horas por la noche y varias horas durante el día. Perdí el contacto con mi hija. Sentía que me adentraba en el túnel oscuro. Mi mente estaba llena de pensamientos suicidas, lo que me llevó a
pasar cinco días en un centro de salud mental.