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Pertenezco a la generación de hombres que ha protagonizado la retirada. No total, todavía conservamos conquistas invisibles, pero sí de una buena parte de los privilegios de nuestro sexo.
Los chicos de los sesenta y los setenta tuvimos padres, fueron nuestro modelo, que se desenvolvían como auténticos reyes de la casa. Con normalidad, no comían hasta que el plato les era
servido, tenían su propio sofá en el salón y decidían por la familia qué se veía en la tele; eso, como mínimo y si eran buenas personas. Los malos, además, maltrataban. Y nos proveyeron de
juguetes que reproducían tal modelo de autoridad masculina. Si nuestras hermanas jugaban a vestir o maquillar muñecas y soñaban con eso, nosotros a ser cazadores en África, policías montados
del Canadá o pistoleros. Sin embargo, después, pese al bagaje ancestral, hemos sido los primeros que han compartido espacio y responsabilidades con sus compañeras de historia. Aunque no
todos. En la transición, muchos de nosotros se han perdido y componen esa legión vagabunda de machos frustrados, maltratadores, narcisistas, fóbicos al compromiso, mentirosos..., que Annie
Ernaux y otras tantas escritoras han convertido en coprotagonistas invisibles de sus novelas sobre mujeres contemporáneas. Hay un tipo de novela actual, casi un género, escrito en primera
persona, en el que una mujer desarbolada se reconstruye frente a la sombra del hombre que no estuvo, que se fue, que nunca llegó del todo. Que era un inmaduro, un donjuán, un animal
desorientado. Ese varón perplejo aún está literariamente por construir. Por eso me ha gustado tantísimo «La segunda», la nueva obra de Mamen Mosoriu, porque cuenta una historia de amor
actual, desde el punto de vista de la chica, pero sin escapar a la descripción del chico. En la obra, aunque nos incomode vernos, los machos de la generación feminista aparecemos en el
cuadro y nos reconocemos. Sostiene Monsoriu que la mujer que tiene acceso completo a los secretos de un hombre acaba pagando el precio de convertirse en uno de ellos, lo que nunca le sucede
a una primera esposa. Y cuenta el devenir de veinte años de relación entre Celia y Fer, que podría ser el de cualquiera de nosotros. ¿Quién no lleva el corazón infectado por una bacteria
resistente? «La segunda» nos iguala a los dos sexos: él no la engaña, pero ella se engaña sola. Tampoco se diría «la otra» que sugiere el título, Celia, para mí, es siempre la pareja de Fer.
Pertenezco a la primera generación de hombres que puede amar en libertad porque antes, sin ser iguales, no había ni sexo ni engaño libres. PERTENEZCO A LA PRIMERA GENERACIÓN DE HOMBRES QUE
PUEDE AMAR EN LIBERTAD Reporta un error