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Vivimos en la era de la inmediatez. Las aplicaciones prometen hacernos la vida más fácil, los algoritmos nos ahorran decisiones, y sin embargo, sentimos que ... el tiempo nunca alcanza. En
nuestras sociedades hiperconectadas el reloj no marca las horas, sino exigencias o cumplimientos impuestos, bien generados por el trabajo, bien generados por nosotros mismos. Esta aparente
paradoja ha sido objeto de reflexión del filósofo surcoreano Byung-Chul Han, reciente Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, quien diagnostica con su característica
agudeza: «La aceleración temporal no solo provoca estrés y agotamiento, sino también una crisis de sentido». Dicen los jóvenes que esto se define con dos palabras, que «estamos rayados». En
nuestra búsqueda de la felicidad hemos abandonado la premisa del 'dolce far niente' como elemento de hedonismo, no llegamos a él, no tenemos tiempo. No se trata de que tengamos
menos tiempo, sino que vivimos atrapados en una lógica de eficiencia que transforma cada minuto en una tarea o rendimiento. Nos exigimos estar siempre disponibles, productivos, actualizados.
Pero esa hiperactividad, lejos de satisfacernos, nos vacía, porque creemos que no llegamos, que siempre vamos un poco tarde. Como señala Han, «la sociedad del rendimiento nos conduce a una
fatiga del yo!, donde incluso el descanso se convierte en otro deber más. Miro alrededor y aprecio esta circunstancia en padres, y sobre todo madres, que no dan abasto a poder atender a sus
retoños. Estos a su vez se encuentran instalados en la rapidez de obligaciones y tareas que no deja tiempo para el solaz o recreo, para el necesario aburrimiento. Incluso yayos que se suben
también a este carro, que parece no llegar a ningún sitio por mucho que se acelere. Dice un refrán marroquí en forma de cuestionamiento lo siguiente: «¿por qué corres tanto, si sabes dónde
vas a llegar?» Pues eso. La falta de tiempo es solo una cuestión práctica: es un síntoma cultural de nuestro discurrir. Una especie de pescadilla que se muerde la cola: no tenemos tiempo
para pasar el tiempo. El desafío no es organizar mejor la agenda, sino recuperar el derecho a la pausa, a la contemplación, al no hacer. Reconozco que resulta difícil transmitirlo. En
ocasiones me comentan conocidos que hago muchas cosas y no saben de dónde saco tiempo y suelo contestarle que cuando no hago algo me entretengo con deleite en no hacer absolutamente nada.
Creo que solo cuando el tiempo deja de ser un recurso que nos pertenece y logramos dominar, aunque sea un poco, puede volver a ser espacio relevante de nuestra vida. A veces como tutor de
algún alumno he recomendado a padres, y sobre todo madres, muy preocupados por su criatura sobrepasada de estrés, les he recomendado que lo dejen de vez en cuando aburrirse, que no haga
nada, ni extraescolares, ni inglés, ni música, ni parque; simplemente no hacer nada y además sería recomendable que ustedes lo acompañaran en ese momento, o bien se aburrieran un rato solos.
Funciona, como dice el señor Han.