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Inmersos en el aparente final –catártico y delirante– de una era alumbrada hace doscientos cincuenta años y turbados con la caliginosa polvareda geopolítica mundial levantada ... por las
primeras decisiones de Trump, que de cristalizar afectarían drásticamente a la arquitectura de seguridad global –como la balística arancelaria podría pulverizar el orden comercial global–,
conviene recordar que nunca ha mentido Putin sustantivamente sobre su proyecto imperial, ni ha ocultado éste, tampoco a sus enemigos. Al contrario, ha venido adelantando en declaraciones y
documentos lo que a posteriori ha plasmado en el tablero geoestratégico, al compás de la característica 'paciencia estratégica' rusa pero sin circunloquios. Verdaderamente sus
primeros años resultaron ambiguos en el ámbito exterior, en particular en el contexto de Guerra contra el Terror que apoyó porque entre otras ventajas le permitió a nivel interno emplearse a
fondo en el Cáucaso Norte, de mayoría islámica, sobre todo en Chechenia –con Grozni como capital de los horrores– pero también en los conflictos adyacentes de Daguestán, Kabardino-Balkaria
e Ingusetia; sin embargo, ya previamente, en la época de Yeltsin, el que fuera primer vicepresidente del KGB –Primakov– había cimentado las bases de la futura política exterior rusa con la
'Doctrina Primakov', que postulaba la oposición a la expansión hacia el este de la OTAN, la profundización en la primacía rusa en el espacio post-soviético y la superación de la
hegemonía unipolar estadounidense con un orden mundial multipolar dirigido por Estados-civilizaciones hegemones como la propia Rusia, Estados Unidos o China. En efecto, Putin concibe a Rusia
como un Estado-civilización inconcluso, y, a través de la doctrina exterior del Russkiy Mir –Mundo Ruso–, cuyo origen histórico se situaría en la Rus de Kiev –de ahí la relevancia de
Ucrania– y que él pretende unificar aunque sin aclarar previamente sus fronteras, ha llevado hasta el terreno de lo obsesivo el histórico irredentismo ruso que hunde sus raíces en el reinado
de Pedro el Grande y la atávica percepción del Kremlin de constante amenaza occidental para la integridad territorial e identidad rusas. Ello pese a que Rusia no ha sido atacada desde que
Hitler, emulando a Napoleón, fracasara en su intento de invadir la URSS. Mientras tanto, la Rusia post-soviética, en particular la de Putin, de una manera u otra ha provocado, intensificado
y modulado, atendiendo sus propios intereses, la plétora de conflictos congelados post-soviéticos de toda índole en el Cáucaso Sur –Osetia del Sur, Abjasia, Nagorno-Karabaj– y Europa
oriental –Crimea, Dombás, Transnistria–, conflictos de los que Rusia es parte aunque irónicamente se presente como mediadora. También la sombra rusa planea sobre Karakalpakistán (Uzbekistán)
y Gorno-Badajshán (Tayikistán), en su tercera esfera de influencia, Asia Central. Más aún, apenas meses después del 'Discurso de Múnich' de 2007 del presidente Putin, donde acusó
a Occidente de instigar una carrera armamentística y perseguir un mundo unipolar, Rusia suspendió su participación en el Tratado sobre Fuerzas Armadas Convencionales en Europa, alegando
motivos como la ampliación de la OTAN hacia el este, y al año siguiente (2008) atacó Georgia entre otras razones para evitar su adhesión a la Alianza. Quizás Georgia cometió previamente el
error estratégico de atacar Osetia del Sur, porque sirvió de excusa a Rusia para responder desde Osetia del Norte-Alania, pero igualmente su suerte estaba echada. De hecho, no es descartable
que Rusia acabe invadiendo toda Georgia, o Armenia o Moldavia, socios de la OTAN. Dicha guerra ruso-georgiana fue el primer conflicto interestatal que libró Rusia desde la época soviética y
la primera concreción bélica exterior de Putin, y supuso un salto cualitativo que Occidente dejó pasar aunque suponía la detención de la ampliación de la OTAN a Georgia por pura imposición
rusa. Como resultado seis años después (2014) Rusia se anexionó Crimea –otra vez sin mayor resistencia occidental- y comenzó la guerra ruso-ucraniana en el Dombás, que escaló en 2022 con un
intento de invasión de Ucrania que nuevamente perseguía evitar entre otros objetivos su adhesión a la OTAN. Aunque se trató de un intento fallido –Rusia no ha capturado ni una sola capital
de provincia en más de tres años– envió a la OTAN el mensaje prístino de que en adelante se incorporarán a ella nuevos Estados sólo si Rusia lo estima pertinente. El tiempo por cierto ha
demostrado que las ex repúblicas soviéticas y ex miembros del Pacto de Varsovia, de no haber basculado hacia Occidente, lo habrían hecho inexorablemente hacia Rusia. Ya el año anterior al
intento de invasión de Ucrania, el viceministro ruso de Exteriores –Riabkov– había hecho público un documento que exigía a la OTAN detener su expansión hacia el este y no desplegar tropas,
realizar maniobras militares o instalar armamento en los Estados miembros incorporados desde 1999, lo cual supondría en la práctica retrotraerse a sus fronteras de 1997 y el vaciamiento
absoluto de la organización. Riabkov advirtió de que la OTAN estaba siguiendo una línea «extremadamente peligrosa». Así, considerando que Putin ha ido cumpliendo su guión –previamente
adelantado y explicitado–, que ha incluido el ataque a Estados candidatos a la OTAN (Georgia, Ucrania) y apoderarse de una forma u otra de varios de sus territorios, emerge ahora la duda
sobradamente fundada de si su estrategia de 'frenar' la expansión de la OTAN incluirá a medio plazo intentar 'hacerla retroceder' testando el artículo 5 de su Tratado
mediante el ataque a uno o más Estados del flanco norte –Noruega, Suecia, Finlandia– o del oriental –Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, República Checa, Eslovaquia, Hungría, Rumanía y
Bulgaria–. Moscú ya ha advertido de que considerará una amenaza el despliegue de fuerzas europeas de reaseguramiento en suelo ucraniano, así como el «ReArm Europe» –que primero debería ser
moral–, que nace del agravamiento del temor a Rusia tras la aparente voladura del vínculo transatlántico, ése trabado en las playas morgues de Normandía para ganar la Segunda Guerra Mundial,
cuando Franklin Roosevelt tuvo que sacrificar una generación de jóvenes para liberar Europa. Por segunda vez en veinticinco años.