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Comenta Compartir Tres días lleva la gente observando las nubes color panza burra que encapotan el cielo. Esta manía de mirar a las alturas cuando llega Semana ... Santa no viene generada
por un repentino ataque de misticismo. Es porque hosteleros y cofrades temen que descargue la anunciada lluvia de barro, y dé al traste con las ganancias terrenales y celestiales que unos y
otros han previsto de cara a la Semana Grande, que más que de Pasión es de jolgorio. Un chaparrón inoportuno puede impedir la salida de una cofradía, en cuya procesión han puesto toda su
ilusión nazarenos, mantillas, penitentes y costaleros. Puede también que ese aguacero vacíe las terrazas con el consiguiente disgusto de clientes, camareros y del dueño del bar. Pero también
es cierto que los pocos labradores que todavía siembran garbanzos desde Fuentesaúco en Zamora, a Escacena del Campo en Huelva, recibirán esta agua como una bendición divina, porque llega a
tiempo de salvar la cosecha del rey de los potajes y cocidos. Ya dice el refranero que la lluvia es necesaria, aunque molesta, y que nunca llueve a gusto de todos. Los que tenemos el
'adeene' cateto –no los ecologistas coñazos de asfalto y mirra– también sabemos que abril es el mes más informal del calendario. Fue en este mes, hace ya muchos años, cuando tuve
que aprenderme de memoria el canto segundo de la Eneida –«conticuere omnes intentique ora tenebant, inde toro pater Aeneas sic orsus ab alto...»– para sacar matrícula en latín. Traducir a
Virgilio en aquella gozosa primavera me inoculó la droga de la letra impresa y así sigo. Estos repentinos aguaceros de ahora que se pasean por las sendas de la memoria, donde el aroma del
incienso se aúna con el dolorido sentir de una saeta, invitan a una tarde de lectura, esa fantástica actividad que empieza a ser una costumbre extraña. Hace cuarenta años o menos, la imagen
de un joven leyendo un libro en el autobús o en el banco de un parque era más habitual que el polen del olivo. Pero eso se perdió con el cambio de siglo y lo de abrir un libro es ahora mismo
una función compleja. Comenzar a leer sin darle previamente a una tecla confunde a los más pequeños. Eso en el caso de que haya niños, porque lo habitual es que en las casas sólo haya
perros y a estos también se les hace cuesta arriba la lectura. Para evitar suspicacias, por si pudiera parecer que no me gustan los animales, diré que me acompañó durante toda su vida
'Chubas', un maravilloso pastor alemán, al que le encantaba enroscarse en mis pies cuando me veía leyendo. Llegó a gustarle tanto la letra impresa que una tarde se comió mi carné
de prensa. Aquel aperitivo de piel, papel y foto sirvió para que, cuando veía acercarse algún coñazo, tirara de mí en sentido contrario. He dicho más arriba que leer, mientras las gotas de
lluvia hacen rápel en el cristal de la ventana, es algo fascinante. Es la mejor medicina para este tiempo, en que Poncio Trump y su Sanedrín se han confabulado a fin de atormentar a medio
mundo con el monopoly de los aranceles. Sirve también para evitar ver a nuestro Poncio como un scout despistado camino de Pekín cuando el resto de la manada europea intenta reparar la
pasarela comercial del Atlántico Norte. Al parecer, sus forofos son como aquella madre orgullosa de lo bien que desfilaba su niño, mientras los demás llevaban el pie cambiado. Estamos en
Europa, pero no acabamos de cogerle el tranquillo. Ya dijo Ferdinand Braudel, uno de los historiadores más importantes de los últimos sesenta años, que «el drama de los Pirineos es que sus
puertas nunca han funcionado en ambos sentidos a la vez». Límite de sesiones alcanzadas El acceso al contenido Premium está abierto por cortesía del establecimiento donde te encuentras, pero
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