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Lo primero que recuerdo al despertar fue escuchar la voz de Debbie en el teléfono. Estaba muy confundido. Pensaba que todavía estaba en Los Ángeles, no en Fresno. No sabía quién era Debbie,
no sabía dónde estaba y no recordaba que tenía COVID-19. También resultó que tuve un pequeño derrame cerebral mientras estaba conectado al respirador, lo que también me puede haber afectado
la memoria. Todos suponen que cuando te desconectan del respirador después de tener COVID-19 ya terminó todo y te puedes ir a casa. La verdad es que la recuperación es brutal. No podía
caminar ni pararme, y sentía que los brazos eran como de goma. Bajé tanto de peso que uno de los enfermeros podía levantarme y cargarme con facilidad cuando tenía que ir al baño. Permanecí
en el hospital durante dos semanas y luego tuve otras dos semanas de rehabilitación, y el único momento en que podía ver a mi esposa era para saludarla con la mano a través de una ventana.
Fue muy doloroso ver lo difícil que fue para ella. Luego me dijo que cuando me internaron todo lo que ella quería hacer era acampar en el estacionamiento de Kaiser Permanente, pero como
había estado expuesta al virus tenía que estar dos semanas en cuarentena en casa. Cuando finalmente regresé a casa, me recibieron con un desfile sorpresa de autos donde pude ver desde lejos
a mis cuatro hijas, dos hijos, 24 nietos y dos bisnietos. Sin embargo, mi recuperación no ha sido fácil. Debbie y yo caminamos todos los días y regreso a Kaiser para recibir terapia física y
ocupacional dos veces por semana. Todavía me estoy recuperando del daño neurológico en las manos que se produjo por estar recostado conectado al respirador en la UCI. La idea general es que
esta enfermedad afecta solo a las personas que corren un gran riesgo de contraerla, pero hasta que sucedió esto siempre fui muy activo y saludable. Casi nunca me resfriaba, pero esto se
apoderó de mis pulmones como un tornado. Le puede suceder a cualquiera. No dejen de usar mascarilla. JUDITH HUNT, 80 AÑOS, CIUDAD DE NUEVA YORK “ESTO NO ES UNA GRIPE. ESTO ES ALGO QUE QUIERE
MATARTE”. El 7 de julio, cuando me sacaron en silla de ruedas del Mount Sinai Morningside Hospital de la ciudad de Nueva York, fue la primera vez que me daban de alta de un hospital o un
centro de rehabilitación en más de seis meses. Había estado internada allí a fines de enero porque tuve una caída y me fracturé la cadera y el fémur del lado derecho. Mientras estuve
internada, los estudios revelaron que tenía un aneurisma aórtico y una pequeña obstrucción intestinal, y tuvieron que operarme por ambas cosas. Todavía estaba en el hospital recuperándome a
fines de marzo cuando empecé a tener mucha temperatura y dificultad para respirar. El 23 de marzo me diagnosticaron COVID-19. Todavía no sabemos cómo me infecté. Todos siempre me preguntan
cómo fue esa experiencia. Pero mis recuerdos son bastante borrosos. Le dije a mi enfermera que estaba bien, solo para salir del baño tosiendo, jadeando y pidiendo “por favor, no me dejes
morir” un día después. Cada respiro era pura agonía, y no sabía si sería capaz de volver a respirar. Recuerdo escuchar voces que decían “tenemos que conectarla a un respirador artificial” y
pensar “¡qué suerte, no me tendré que preocupar por respirar antes de quedarme dormida!”. Cuando me desperté, pensé que me debían de haber conectado al respirador, que era necesario pero
horrible. No podía escuchar ni hablar y me sentía como una tortuga boca arriba de cara al sol ardiente. Las veces que tuve suficiente fuerza como para forzar la voz, sonaba como un robot. El
9 de abril, la UCI se quedó sin espacio y me enviaron a un hogar de ancianos. En el Mount Sinai, todos los médicos, enfermeras, auxiliares de enfermería y personal de limpieza fueron las
criaturas más maravillosas que Dios ha creado. Recibí una atención realmente excelente, y no me podrían haber tratado mejor aunque hubiera sido una reina. Nunca me sentí como una paciente
más en la cama número 17. Una de las enfermeras me hablaba y me decía que recordara momentos más felices, como mis viajes, para pensar en otra cosa. Pero estar en el hogar de ancianos fue
raro. Las personas llegaban a mi puerta y yo intentaba hacerles señas para que pasaran porque no podía hablar por estar conectada al respirador, pero se daban vuelta y se marchaban apuradas.
Más tarde ese mes, tuve insuficiencia renal y me enviaron de nuevo al hospital, donde luego tuve septicemia. Era un golpe tras otro, sin cesar. Cuando me enviaron otra vez a la UCI, todo el
personal me recibió con aplausos. Finalmente, después de estar un tiempo con una cánula de traqueotomía, pude respirar por mi cuenta. Pero todavía me esperaban semanas de recuperación. En
un momento, fueron necesarias tres personas para moverme al borde de la cama y ayudarme a pararme para dar dos pasos. Comencé a tener tres horas de terapia física y ocupacional todos los
días porque no podía hacer las actividades simples de cada día, como subir escaleras o ponerme las medias. Fui progresando de a poco hasta que finalmente pude caminar 200 pies sin ayuda.
Cuando salí del hospital en silla de ruedas el 7 de julio, mi equipo de terapeutas flanqueaba todo el pasillo. Cada uno me entregó una hoja de papel con un desafío que había superado, como
la septicemia, y yo lo tenía que romper. Al final, decoraron mi silla de ruedas con un globo y una guirlanda brillante. Cuando llegué a casa, lloré como un bebé. Ahora estoy de vuelta en
casa con mi viejo gato. Mi hermano viajó desde St. Louis por unos días y tengo un auxiliar de cuidados que viene un par de veces por semana para ver cómo estoy. También seguiré haciendo
terapia física y ocupacional en casa. El único momento en que salgo de mi apartamento es para trabajar con mi fisioterapeuta al aire libre. Veo fotos de personas en lagos, fiestas y bares, y
no lo puedo creer. Esto no es una gripe. Esto es algo que quiere matarte. Te consume la fuerza y te hace sentir que prefieres morir. Esta enfermedad tiene una magnitud muy desconocida. No
puedo entender por qué alguien se negaría a usar una mascarilla. ¡Es una pandemia!