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El régimen está huérfano de caudillo. Es inmensa la ausencia de aquel gigante del espectáculo y el entusiasmo que a todos los leales infundía arrolladora confianza Todo son malas noticias
desde Caracas. Una vez confirmada la retirada de Venezuela de la Corte Interamericana de DDHH, los ciudadanos de aquel país tienen un asidero menos, un instrumento menos para defenderse del
abuso que no deja de aumentar. Del abuso y el atropello cotidiano de un poder tan inseguro como implacable, tan falto de serenidad como sobrado de amenazas hacia todo el que le recuerde sus
serios problemas de legitimidad. El régimen está huérfano de caudillo. Es inmensa la ausencia de aquel gigante del espectáculo y el entusiasmo que a todos los leales infundía arrolladora
confianza. Nicolás Maduro no gobierna, actúa siempre inquieto. Pero no sabe, como Hugo, hacer olvidar penas y menesteres. Y las unas y los otros se multiplican para toda la ciudadanía. La
vida es cada vez más difícil para todos. También para las bases sociales que apoyan aún a un régimen cada vez más encastillado y temeroso. La precariedad que los propios gobernantes sienten,
la sufren los miembros de la oposición transformada en acoso. Cada vez son más los venezolanos que, sin que medien protestas dentro ni fuera, se van a un exilio silencioso. Presidido por un
Maduro que nadie sabe si es extranjero, controlado por unos cuadros cubanos cada vez más rechazados por el pueblo como cuerpo ajeno, desarbolado por un hundimiento en producción y
suministro, por una escalada de la escasez, el régimen se atrinchera. Y la jaula se cierra y cierra.