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En los últimos 20 años nuestra manera de movernos ha cambiado de forma radical. Mientras nuestros padres o abuelos cogían un avión una o dos veces en su vida, nosotros estamos acostumbrados
a pisar un aeropuerto varias veces al año, ya sea por trabajo o para irnos de vacaciones. Por ponerlo en perspectiva, según datos de la Asociación Internacional del Transporte Aereo (IATA),
solo en 2018 se produjeron 4 400 millones de desplazamientos de personas en avión, mientras que en 2005 fueron apenas 2 000 millones. Esto implica que la demanda se ha más que duplicado en
menos de 15 años, con previsiones de más de 8 200 millones de viajeros a nivel mundial para 2035. Semejante crecimiento ha hecho que el mundo parezca cada día más pequeño. No solo para
nosotros sino también para las enfermedades infecciosas. Y ahí es donde empiezan los problemas. SOLO UN CORTE TOTAL DEL TRÁFICO AÉREO CONTIENE UNA EPIDEMIA Ciudades que están relativamente
lejos geográficamente pero conectadas por un gran flujo de pasajeros, como por ejemplo Londres y Los Ángeles, tienen una probabilidad más alta de que se propague una enfermedad entre ellas
que zonas más cercanas pero con pocas conexiones. Con la enorme desventaja de que virus y bacterias pueden cubrir distancias enormes en días o semanas, dejando muy poco margen de tiempo a
las autoridades para contenerlos. En estas condiciones es más importante que nunca tener una red de vigilancia activa de posibles brotes y actuar rápidamente para poder contener su difusión.
En este sentido, muchos trabajos científicos demuestran que solo un corte inmediato y casi total del tráfico aéreo resulta eficaz cuando se trata de contener una nueva enfermedad. Los
cortes parciales o tardíos solo sirven para retrasar la exportación de casos a otros países. En el caso concreto de COVID-19, estudios recientes estiman que el _travel ban_ (cierre de la red
de transporte) impuesto desde las autoridades chinas a la ciudad de Wuhan ralentizó la llegada del virus a otras provincias de China y retrasó la exportación del patógeno a otros países.
Pero de ningún modo detuvo por completo su difusión. EL PERÍODO DE INCUBACIÓN Para controlar una pandemia lo fundamental es detectar los primeros casos lo antes posible y confinarlos antes
de que puedan generar otros focos. Pero no estamos ante una tarea simple. Sobre todo porque en el caso de enfermedades emergentes el personal sanitario puede confundir los síntomas con
enfermedades ya existentes o pueden faltar pruebas especificas para su detección. Además, rara es la enfermedad infecciosa en la que los síntomas aparecen inmediatamente después del
contagio. Normalmente el organismo atraviesa unas cuantas fases distintas antes de desarrollar la enfermedad. El tiempo entre el contagio y la insurgencia de la enfermedad es lo que se
define en epidemiología como periodo de incubación. En este periodo un contagiado no muestra síntomas, por lo que continúa con su vida habitual, ignorando que propaga la infección. El
periodo de incubación puede variar mucho entre enfermedades. Por ejemplo, la gripe común y el resfriado tienen un periodo de entre uno y tres días desde el contagio hasta la aparición de los
primeros síntomas. En el caso del COVID-19, las estimaciones que tenemos ahora mismo barajan un rango de dos a catorce días. Aunque la mayoría de los infectados desarrollan la enfermedad
entre cuatro y siete días después del contagio. Manejando tiempos tan largos, analizar los datos de una epidemia es como mirar atrás en el tiempo: los nuevos casos que vemos hoy son el
resultado de contagios que ocurrieron hace una semana o incluso dos. Esto mismo ocurre con las medidas que se toman para contener la difusión: su efectividad no se puede comprobar hasta que
transcurre una semana. Por eso, en la lucha contra una epidemia podemos decir que mejor cuanto más corto sea el periodo de incubación. Con un periodo de máximo tres días los nuevos
contagiados no se moverán mucho y confinar la enfermedad será mas fácil. Además, periodos de incubación largos dificultan el seguimiento de los contactos de los enfermos y las medidas de
cuarentena. CUANTO MÁS LEVES LOS SÍNTOMAS, MÁS DIFUSIÓN El resfriado común infecta cada año a millones de personas porque sus síntomas son tan leves que casi no afectan a la vida de los
enfermos, que siguen yendo al trabajo o saliendo con sus amigos, favoreciendo su difusión. Por el contrario, enfermedades que desarrollan desde el principio síntomas graves conducen al
aislamiento casi inmediato, reduciendo la posibilidad de transmisión a un entorno muy estrecho. En el caso de COVID-19 la gravedad de los síntomas puede variar mucho de persona a persona,
con un porcentaje relativamente alto de enfermos asintomáticos –personas que tienen el virus en su sangre sin mostrar síntomas–. En caso de síntomas leves o inexistentes, lo más probable es
que el contagiado no se dé cuenta de la enfermedad y no tome medidas para evitar su difusión. En referencia a esto, un estudio publicado recientemente afirma que en las primeras semanas de
difusión de COVID-19 en China hasta un 86% de las infecciones no fueron detectadas, imposibilitando el confinamiento. TRIPLE ESTRATEGIA COMÚN Aunque este escenario puede parecer desolador,
no debemos desanimarnos. En el caso del COVID-19, países como China, Corea del Sur, Singapur y Hong Kong están dando señales esperanzadoras y sus estrategias están siendo copiadas por otros
países. Si bien estas políticas varían mucho de país a país, comparten unos cuantos principios basícos: * DISTANCIAMIENTO SOCIAL: Reducir a lo mínimo nuestra movilidad y nuestros contactos
sociales para evitar así nuevas infecciones. * HACER PRUEBAS A GRAN ESCALA para identificar lo antes posible los infectados, especialmente si son asintomáticos o leves. * PONER EN CUARENTENA
A TODOS LOS INFECTADOS y hacer seguimiento de sus contactos recientes para que estos limiten sus interacciones sociales y hagan pruebas periódicas. En definitiva, aunque está claro que
controlar una pandemia no es tarea fácil, con la colaboración de todos es posible. Nos va mucho en ello.