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No sé si lo recordarán, o es ya remoto pasado de hace veinte días, pero la vicepresidente primera del Gobierno, ministra de Hacienda, secretaria general ... del PSOE andaluz y candidata a la
presidencia de Andalucía –ahí es nada–, María Jesús Montero, dijo, ante público y consciente: «Qué vergüenza que todavía se cuestione el testimonio de una víctima y se diga que la
presunción de inocencia está por delante del testimonio de mujeres jóvenes, valientes, que deciden denunciar a los poderosos, a los grandes, a los famosos». Puede que tampoco lo recuerden,
pero hace más de 1.600 años, Amiano Marcelino recogió en sus 'Historias' un suceso del que entonces fue contemporáneo: «'Nocens esse poterit usquam, si negare suffecerit;
Ecquis, aut, innoces esse poterit, si acusatte sufficiet'». En una muy libre traducción, preguntado Juliano el Apóstata cómo se podría condenar a alguien, si a éste le bastara con negar
la acusación para ser considerado inocente; respondió el emperador que quién podría ser inocente, si bastase una acusación para condenarlo. Si no recuerdan la cita de la ministra, o les
acaba de venir a la cabeza, o les parece extemporáneo que venga yo a comentarlo casi tres semanas después, les pido que paren un momento a pensar qué dijo, y a qué renunció. Estamos
acostumbrados al vacío del discurso político, en el que nadie dice nada, todos niegan todo y lo único que queda, en los intermedios de una función sin fin, son ligeras impresiones del papel
que unos u otros intentan representar para convencernos. Damos por hecho que la mayoría son basura y que siempre podremos encontrar, si buscamos entre las filas de los que más nos
desagraden, otro peor. Pero, en vez de convertir eso en verdadera indignación; de reprobar la ignominia de representantes y gobernantes; o de reclamar algo mejor; simplemente nos
conformamos. Elevamos el umbral de tolerancia, nos reímos un poco de Trump, que –para casi todos– es ahora mismo el 'otro peor' universal, y mañana olvidamos el hoy, sin que nada
persista, importe o cuente. Sin embargo, la presunción de inocencia es uno de los pilares fundamentales de la libertad. Hay muchos estados, y muchos pilares, pero hay condiciones sin las que
estamos condenados, como casi todos nuestros antepasados y la mayoría de nuestros contemporáneos, a ser meros esclavos del Poder. Una de esas condiciones es la presunción de inocencia. Sin
ella, el poder pudo, puede y podrá aplastar a los individuos tan sólo con encontrar una excusa, que podrá inventarse, además. Ni libertad, ni democracia ni dignidad serían posibles. Y, aun
así, vicepresidenta, ministra y todo lo demás, dice avergonzarse de que nuestros jueces lo pongan por delante de una denuncia –que, equivocados o no, entienden insuficiente sin otras pruebas
en este caso, por contradicciones persistentes de la misma–. Valorar la presunción de inocencia no requiere hoy grandes conocimientos, reflexiones o logros morales. Hace casi dos mil años,
el emperador de Roma, la persona más poderosa de cuantas hollaban la tierra, la que podía ser más complaciente, pagada e indulgente con el poder, pudo concluir que los inocentes no debían
ser esclavos de la sospecha, sino libres hasta que se probara su culpabilidad. En el siglo XXI nuestros líderes no lo ven tan claro. No es necesario analizar la frase en su integridad, ni si
acaso no le avergonzaría si la presunción de inocencia se impusiera sobre mujeres maduras en vez de sobre jóvenes; o si el agresor no fuera famoso. Eso es paja. Lo relevante es que
estuviera dispuesta a renunciar a lo que debiera ser irrenunciable y, peor aún, que no nos importe demasiado. O, como dije la última vez, que sólo le indigne a los que ya despreciaban a la
ministra dijera lo que dijera; mientras que le es irrelevante a seguidores, siempre prontos a aplaudir. Lo que dijo no es menos terrible que si hubiera declarado que la integridad física no
puede estar por encima del derecho de las víctimas a saber la verdad. Y que, por lo tanto, hay que torturar a los sospechosos hasta que confiesen la verdad. Nos lleva al mismo lugar. Un
lugar al que otros también estarán encantados de llegar. Primero nos quedamos indolentes ante estas manifestaciones. Luego algunos le ven sentido. Después, lo apoyarán. Cuando consigan
destruir los principios más elementales, pensando que así le dan el poder a sus amos, llegarán amos nuevos. Y, derruidas para todos las murallas que contenían el abuso y la autoridad, podrán
hacernos cuanto quieran. Ya pasó. Ya está pasando. Ojalá no vuelva a pasar.