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Es una madre que llora, asustada. Ni siquiera sabe que hay una cámara registrando sus movimientos, su desesperación. Desconoce que la estoy mirando, con el ... corazón encogido, el alma
rota, porque es una ser humano que extiende su preocupación sobre esos dos seres que lleva en brazos. Alarga las manos. Quiere protegerlos de todo lo que hay fuera, de los gritos en una
lengua que tal vez desconoce, de la rabia, de la saliva impactando en su cara, en la de sus hijos. Quisiera que sus brazos fuesen más grandes para rodear a sus criaturas y protegerlas del
mundo, de los dictados de odio y terror. Shiri, se llama ella. La madre. La mujer que no podrá salvar a sus retoños, que llora ya con una certeza desesperada: no hay remedio, fracasará en su
intento de extender la vida de sus hijos. La suya ya ha dejado de latir, en el mismo momento en el que vio un fusil apuntando la cabeza pelirroja de Ariel, de cuatro años, de Kfir, de nueve
meses. ¿Qué sabe del mundo un bebé que no ha cumplido un año? Shiri llora, pero no son lágrimas. Es algo mucho peor, que no conmueve, sino que enfada. Escribo con rabia, por supuesto, y eso
no es bueno. Pero hoy, madre e hijos están muertos, y yo no sé ni cómo empezar a escribir este artículo. Hay otros muertos. Muchos. Muertos palestinos, bebés también. Bebés muertos por
todos lados. En Ucrania, en el Mediterráneo, en la frontera con México. Pero los hermanos Bibas adquieren una dimensión diferente para mí, desde este rincón privilegiado del mundo. Ha sido
la escenografía del terror que ha rodeado el hecho, el calculado estudio de la maldad. ¿Quién secuestra a un bebé? ¿Qué clase de monstruo cruza la frontera y entra en una granja familiar
para arrebatar de los brazos de una madre a dos niños? ¿Qué ideología respalda esa sangre vertida, una y otra vez, contra la inocencia? ¿Merece la pena sostener esa bandera? Esta semana
Israel ha intercambiado presos por cadáveres. La frase cuesta redactarla. Es un ejercicio de fracaso histórico, que pone en su lugar a cada uno de los actores del conflicto. Israel recupera
tres sombras, tres cuerpos inertes, que llevan muertos tal vez más de un año, para darles cobijo bajo la tierra, para ocupar su lugar meritorio en la memoria de un país que nunca dejará de
sentir dolor. Los presos palestinos, que no rehenes, no lo olvidemos, volverán a sus casas, si aún siguen en pie, en esta escalada de demencia. Vuelven a casa, entre gritos de venganza y
cantos religiosos. La familia Bibas se ha roto y solo queda un miembro, el padre, Yarden, liberado a finales de enero. También su libertad costó cien presos palestinos. La liberación de los
Bibas ha liberado 400 terroristas. A cambio, tres cadáveres y un hombre muerto de por vida. Hoy sé, viendo las imágenes de algarabía en las calles de Gaza, que esto nunca se detendrá, que la
guerra solamente dormirá durante unos meses, años, pero que es imposible extinguirla, porque está inscrita en la piel del ser humano. Hamás entiende como nadie el lenguaje de la
destrucción. Su oxígeno es la infamia, y la reviste de lucha desesperada, de epopeya. De David contra Goliat. Pero David no mata niños, no secuestra bebés, no oculta sus cadáveres y juega al
despiste con los nervios de todo un país. Ha llegado el momento de escoger las palabras necesarias. De reclamar el lugar que merece cada acción. Una ideología que celebra el asesinato de
bebés no puede tener un lugar en esta tierra. Una organización que utiliza a las familias como escudos humanos debería ser desterrada para siempre de los libros de historia. Escribir esto,
sin embargo, es muy fácil. No sé si lo es enfrentarse a ello, aceptarlo. Hamás es una rémora para el ser humano. Los primeros que lo sufren son los propios palestinos, las mujeres que son
obligadas a vivir supeditadas por el marido, que ocultan su rostro y viven en la desolación del anonimato. Hamás es el cáncer en su forma más virulenta, el pasamontañas, la dialéctica de la
bomba y el Kalashnikov. El integrismo religioso que expulsamos de las sociedades europeas hace siglos. ¿Por qué tener consideración, desde esa misma Europa laica, orgullosamente desatada de
la fe, con estos criminales que se amparan en Dios para hacer el mal? Hoy las preguntas no tienen respuestas. Muchos, leyendo este artículo, se cuestionarán por qué no hablo de los bebés
palestinos muertos bajo las bombas israelíes, cayendo en el peligroso precipicio de equiparar a los Bibas, cuyo asesinato es premeditado, celebrado y orgullosamente publicado, con las
atroces acciones de un Estado en guerra por su supervivencia. Israel arrastrará para siempre el peso de esta guerra, de los muertos propios y ajenos. Pero Hamás no tiene alma. Y mientras
siga existiendo, no habrá un instante de justicia en la región. Tal vez Israel no sea la solución, pero asumo con absoluta certeza que Hamás es el problema.