Volver a zarandona | la verdad

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Hay lugares de los que uno no se iría nunca, lugares de los que le cuesta mucho trabajo desprenderse, porque en ellos encontró alguna vez ... el sentido de su vida y la paz, pero si no tuvo


más remedio que marcharse, cada día estará pensando en regresar. Son lugares mágicos, donde encontramos alguna clase de remedio a nuestro dolores, los dolores del alma que son peores a veces


que los del cuerpo. En ese lugar halla uno el equilibrio y el significado de su existencia, aunque no sea preciso pensar en exceso ni estudiar nada ni debatir en absoluto, porque la ofrenda


se produce de repente y de una forma natural, generosa y directa como una revelación. Ocurre con el lugar donde uno nació, donde tiene sus raíces, sus amigos y su memoria, pero también


ocurre con otros sitios en los que permaneció durante algún tiempo con una identidad diferente o donde se buscó cada día y cada noche, porque algún tiempo atrás se había perdido y necesitaba


recomponerse lo antes posible. Todavía recuerdo mi primera noche solo en Zarandona, en un piso alquilado, separado y extraño, donde empezaba una vida nueva. Recuerdo la soledad de aquella


noche de una manera extrañamente grata, el amanecer con el sol en la ventana y el paseo mañanero hasta la cafetería del barrio donde me esperaba mi primer desayuno reconfortante en soledad.


Luego vería a los nuevos amigos, que no eran tan nuevos, los que igual me conseguían una nueva tele a buen precio, me regalaban una botella de vino o tenían la cortesía de recitar de memoria


algunos de mis versos mientras nos tomábamos una caña; los que me ofrecían su casa para conectarme al wifi, me vendían de extranjis higos chumbos o churros recién hechos, porque si hay un


rasgo que define a los amigos es la hospitalidad sin cortapisas, la acogida cálida en los primeros días y la fidelidad a ultranza. Aunque yo residía allí más de veinticinco años, allí habían


nacido mis hijos, allí había escrito mis libros y allí tenía mi casa y a mi mujer, de la que me había separado pero con la que seguía llevándome bien, me di cuenta de que aquel sería para


siempre uno de mis lugares en el mundo, así que fui acomodándome lentamente pero de un modo firme a las nuevas circunstancias, a las noches en soledad, a los encuentros con los amigos en los


bares de Zarandona, donde empecé a tener una presencia diaria, acompañado de Juan Carlos y de José Francisco, y del resto del grupo, que eran muchos y muy bien avenidos, hasta que me di


cuenta de que había logrado integrarme en el nuevo nido y de que iba a ser muy difícil irme de allí a ninguna otra parte, porque hay pueblos de los que uno no se va nunca. Estaba solo pero


muy bien acompañado, me estaba superando a mí mismo, me estaba curando de todos mis males del corazón y aquellos amigos con los que me tomaba una cerveza o una copa me estaban acompañando


desinteresadamente, porque les gustaba estar cerca de mí, así que poco a poco iba desarrollando mis propias raíces y me iba afianzando en la nueva tierra. Hace tiempo que sé con absoluta


seguridad que nunca me marcharé de Zarandona, pero en los últimos meses he vuelto varias veces para acometer asuntos ordinarios y domésticos, como la visita a mi mecánico de confianza o a


lavar mi coche, y me he dado cuenta de que he desarrollado una nueva relación con el pueblo, como lo hice en su día con Moratalla; en ambos casos necesito regresar de vez en cuando,


reconciliarme con los míos, saludar a mi gente y tomarme un café o una cerveza con algún amigo. Sé dónde comprar un exquisito arroz a banda, dónde encargar una paella de marisco para comer


con mis hijos cuando vienen a casa, saludo por la calle a tanta gente como hacía en mi pueblo, en realidad es como si estuviera en mi pueblo. Volver a Zarandona como volver a Moratalla es


reencontrarme conmigo mismo.