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En pleno debate sobre el futuro del sistema sanitario, la pediatría se enfrenta a una encrucijada que ya no puede esperar. Durante décadas, hemos insistido ... en reforzar un sistema
sanitario que, en realidad, no da respuesta adecuada a las necesidades reales de la infancia. Insistimos en ampliar plantillas con los profesionales que no tenemos, abrir más consultas,
prolongar horarios... pero seguimos alimentando una estructura de Atención Primaria (AP) pediátrica que se ha vuelto ineficiente para lo cotidiano e irrelevante ante lo complejo. El sistema
falla en lo banal y se debilita en lo esencial. El niño, por naturaleza, es un individuo sano. En la mayoría de los casos, las enfermedades que presentan son leves, autolimitadas, y pueden
ser manejadas sin intervención médica directa. Sin embargo, el sistema está configurado para convertir cada moco, fiebre o tos en una consulta presencial. El resultado: sobrecarga,
frustración y una sensación constante de colapso. Y lo más grave, el desgaste profesional de quienes deberían estar al servicio de la complejidad pediátrica. Caminamos hacia una salud
infantil cada vez más comunitaria, preventiva, digital y familiar. La comunidad –informada, empoderada y con apoyo tecnológico– debe ser la primera línea de respuesta ante los problemas
cotidianos. No todo síntoma necesita una cita. No todo malestar requiere una bata. Esta transición implicará una reconfiguración profunda. Lo llamamos 'poda sináptica del sistema
sanitario': reducir lo superfluo, fortalecer lo esencial. En este modelo, la banalidad no entrará en el circuito clínico clásico, y los hospitales se transformarán en centros de
excelencia, altamente especializados y eficientes. Espacios donde la complejidad encuentra respuesta, donde se forma a nuevos profesionales y se innova. EL SISTEMA ESTÁ CONFIGURADO PARA
CONVERTIR CADA FIEBRE O TOS EN UNA CONSULTA PRESENCIAL. EL RESULTADO ES LA SOBRECARGA Sin embargo, el discurso institucional sigue atrapado en la nostalgia. Se insiste en reforzar una AP
que, tal como está concebida, ni planifica, ni fideliza profesionales, ni resuelve lo complejo. Se actúa como si más de lo mismo fuera la solución. Pero el viejo modelo no se puede seguir
parcheando. Hay que rediseñarlo. Sabemos que habrá resistencias. Parte del sistema, especialmente en AP, opera dentro de un modelo que ofreció estabilidad en el pasado, pero que hoy no
responde a los desafíos actuales. Cambiar implica salir de inercias, rediseñar funciones y asumir nuevos roles. Pero seguir igual no es una opción. Esto no significa abandonar la AP, sino
repensarla. Y mientras tanto, no podemos permitir que la pediatría hospitalaria se desangre por falta de visión. En grandes hospitales de nuestra región, las plantillas están al límite, la
cobertura de guardias es frágil, y los jóvenes especialistas se alejan por falta de estímulo. La administración, atrapada en la idea de que estas estructuras están sobredimensionadas, corre
el riesgo de desmantelar un pilar que aún sostiene la calidad asistencial. No hay sistema infantil fuerte sin hospitales pediátricos potentes. No hay prevención real sin una comunidad capaz
de decidir cuándo y cómo actuar. No hay sostenibilidad si seguimos gastando millones en consultas innecesarias para cuadros banales. Como presidente de la Sociedad de Pediatría del Sureste
de España lo digo con claridad: hay que tener valentía para dejar atrás lo que no funciona. Apostar por modelos más ágiles, reestructurar equipos, reagrupar recursos y crear centros
especializados para la atención integral a la infancia. Planificar la pediatría con criterios de eficacia, equidad y futuro, no desde la inercia. Lo que hoy ocurre en la Región de Murcia
refleja una visión distorsionada y desactualizada de la realidad pediátrica hospitalaria. Persiste la idea de que los grandes servicios de La Arrixaca y Santa Lucía cuentan con más recursos
humanos de los necesarios, y con ella se justifican recortes, bloqueos en contrataciones y decisiones que debilitan el sistema. Mientras tanto, los profesionales resisten con esfuerzo y
compromiso, sin el respaldo que merecen. Además, la distribución de las especialidades pediátricas dentro del hospital es desigual, lo que añade ineficiencia y tensión asistencial. Este
cambio no es una amenaza para la atención infantil, es su salvación. Cada niño cuenta. Cada recurso también. Y no podemos seguir entregando energía, talento y dinero a un modelo que ya no
responde. En la nueva pediatría, la AP también debe estar capacitada para asumir parte de la complejidad, especialmente aquella orientada a mejorar la funcionalidad del niño/a o adolescente.
Del mismo modo, el hospital no puede ni debe centralizarlo todo: su papel debe centrarse en el diagnóstico, tratamiento y soporte estructurado a la AP. Ambos niveles deben repensarse con
visión colaborativa, basada en redes, innovación, y un enfoque de pediatría global que ponga a la infancia –toda la infancia– en el centro. Es tiempo de decisiones audaces. Y la infancia lo
merece.