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Veía hace unos días, ya sin estupor (cosa que me preocupa) cómo en un programa de salseo se criticaba a un chico que había estado ... en 'Operación Triunfo' (ya saben, ese programa
que se dedicaba a descubrir talentos musicales) porque lo habían pillado trabajando, y con uniforme. De camarero, por más señas. Como si eso constituyese la peor de las vergüenzas o hubiese
caído el chaval en la más baja de las perversiones. Justo la noche anterior vi a otro... –lo llamaré chaval por no ponerle el adjetivo que se merece– vanagloriarse, también en otro programa
de tele (ya, ya sé que me van a decir que qué puñetas veo en la tele, pero ya les respondo que programas 'laboratorio humano'–. Les decía que este otro se chuleaba de que su papá
tenía 700 hectáreas de terreno, de que poseía una casa en Mallorca, otra más arriba, otra más abajo y otras varias en diversos lugares del planeta, como si el mérito hubiera sido suyo. Decía
el payo que lo único importante en la vida era el dinero, que eso lo compraba todo y que –sin exagerar, oye– él se había 'cepillado' a más de 800 mujeres, porque el dinero era
irresistible. La chica que se le había asignado como pareja (ya saben, el 'fesday') le decía que el dinero no podía comprar vida, ni amor, ni salud, y que sí, que estaba bien tener
suficiente dinero para vivir bien, pero que no era lo más importante en la vida. Pero el otro, tontolanona, que se había encontrado con todo el dinero de sus padres sin mover ni un dedo,
seguía erre que erre. Sin poder evitarlo crucé las vidas de esos dos chicos a quienes la fortuna les había sido tan diferente. Uno tenía don para cantar, pero la industria discográfica es lo
que es, y, si no hay dinero para promociones, no hay más remedio que currar en lo que permita ganarse el pan diario con honradez. Pero parece ser que trabajar se ha vuelto el último de los
pecados. Ser camarero, obrero, dependiente, agricultor es como ser culpable de una tara genética, una vergüenza que debería ocultarse. En cambio, heredar tierras, casas, o ser
'influencer' es motivo de aplauso y adoración. No importa el vacío moral o la absoluta pobreza de espíritu. El esfuerzo ha sido secuestrado, ya no se premia la persistencia, la
lucha de quien se levanta temprano para aprender o emprender algo. A mí, el cantante con su bandeja me hacía ver algo evidente: el reconocimiento de que la vida no siempre te aplaude al
ritmo que mereces, y que, aun así, hay que seguir bailando. Mientras que el otro, el de las hectáreas y el ego hipertrofiado, no resulataba más que la fantasía grotesca de que el dinero lo
puede todo. Quizás porque la idiotez tiene algo de contagioso. Nos han convencido de que el éxito se mide por el coche que conduces o el peluco que luces, como si en la lápida fueran a
grabar «murió con un Rolex». El joven camarero seguirá su camino. Tal vez un día triunfe y su voz se escuche en estadios. O tal vez no. Pero lo que es seguro es que al final del día puede
mirarse al espejo sin sentir asco de sí mismo. El otro, en cambio, necesitará muchos espejos y aún más narcicismo para no ver lo que es: un pobre ser tan pobre que solo tiene dinero. Lo peor
de todo no es que existan ricos o famosos. Los ha habido siempre. Lo alarmante es que se ha perdido el sentido del ridículo. Se puede decir en horario 'prime' que el dinero lo
compra todo y que acostarse con cientos de mujeres es medalla de oro, y no pasa nada. Tal vez, después de todo, el trabajo del joven cantante sea doble: servir mesas y servir de espejo. Para
que otros puedan entender lo que realmente importa. Al menos él se quedará con su bandeja, pero el de las hectáreas se quedó con dos palmos de narices y unas calabazas más grandes que su
fortuna.