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El periódico de hoy va muy cargado de juventud. De esperanza. De mensajes de entendimiento, diálogo, de cerrojazo a la vieja política, a los combates ... entre el barro y sobre las víctimas
y la idea de que basando todo en la confianza y el optimismo, pues la vida, por muy perra que sea muchas veces, sin duda es así mucho mejor. Confianza. Sobre todo esa palabra. Es en sí un
vocablo que sólo con pronunciarlo desprende luz. De una musicalidad cristalina. No puede haber más confianza en una palabra. Cuando sale de tu boca, tu interlocutor recibe una palmada en la
espalda de seguridad, un abrazo de optimismo y buen rollo sólo de oírla. O bien todo lo contrario, un pellizco de reproche si se usa para reclamar que alguien tenga confianza en uno. Pero no
va esto hoy de un tratado de semántica u ortografía. Hablábamos de jóvenes, de confianza, de futuro y de seguridad. Y con todo esto me ha venido a la mente una imagen de esta semana. Unas
tortitas. Me dirán que vaya manera de mezclar churras y merinas. Pero ya saben que junto a la hoguera se empieza hablando de una cosa, se sigue con otra y se mezclan historias de amor, miedo
y humor. Les hablo de las tortitas de mi hijo pequeño. Las primeras que se hace con sus propias manitas. Con la mezcla de ingredientes y posterior paso por la plancha. Trece años lo
contemplan (recién cumplidos). Muchos dirán que mayor. Desde luego ya ningún niño. Pero está en esa edad en que en la liga de baloncesto los jugadores rivales le dan capones con la barbilla,
porque juegan chavales de dos años diferenes y él aún no ha dado el cambio «de niña a mujer», como explicaba un entrenador del colegio observando otra paliza a un equipo femenino. Esa edad
en la que ya empieza a hacer sus pinitos de patearse el barrio con los colegas de clase, aunque aún levanta la vista a la ventana de casa para despedirse con la mano y ves un cierto
temorcillo en su mirada por andurriar ya sin seguir ni a papá ni a mamá (aunque más quisiera yo que hiciera poco tiempo de eso, ¡qué rápido va esto!). Y aunque parezca nimio, sus primeras
tortitas son uno de esos logros con los que va dando pasos en la vida. Afianzándose. Haciéndose mayor y seguro. Poner límites es bueno. Pero a veces los adultos nos pasamos. Que si vas a
quemar la casa, que si te vas a achicharrar un dedo, que si te vas a cortar con el cuchillo... pues puede pasar, sí. Pero hay que confiar, empoderar y dar seguridad. Como cuando aprendíamos
a ir en bici, sin 'ruedines', con la mano de papá agarrando el sillín por detrás, corriendo a nuestro lado, hasta que sin darnos cuenta seguía correteando pero soltando la mano, al
tiempo que animaba a seguir. Y seguíamos... hasta que de reojo veíamos que íbamos sin coger. Y entonces muchas veces nos la pegábamos. Pero aprendíamos. Y eso es lo que cuenta. O cuando
pasábamos de la fase del flotador a la de los manguitos en la playa. Y luego a la de estar en los brazos de mamá. Hasta que nos soltaba. Y nos entraba más aguas que a un
'tragabolas'. Y tosíamos. Y reíamos. Y empezábamos a nadar. Así que, a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes hay que soltarles de la mano. Confiar. Lo dice hoy nuestro
director en su 'Plaza redonda'. En esta vida nuestra hay demasiado de sobreproteccionismo. De paternalismo mal entendido. Claro que en los tiempos de lo políticamente correcto se
entiende muchas veces lo contrario como despreocupación y hasta irresponsabilidad. Y así nos va. Que los jóvenes siguen sin poder encontrar su hueco. Y es su futuro y el nuestro. Límite de
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