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El flamenco en Granada o habita en el duende, o se disuelve en la nieve. Hay quien piensa que el espíritu andaluz es esencialmente flamenco, ... pero donde el duende se ha desarrollado con
mayor libertad ha sido en Granada, porque no se ve obligado a responder a esa figurada alegría desbordante de la parte occidental; aquí, desde épocas remotas, se aposenta desmadejadamente en
la moderación de la simpatía sin aspaviento. Dentro de la rica heterodoxia andaluza, lo nuestro siempre ha sido un no sé qué inasible con palabras y necesita de música, del grito modulado
con talento, de una guitarra que solloza, de un baile estilizado de brazos que caen. Y del silencio de la mayoría que asiente. Porque quien se acomoda a este paisaje acaba por adquirir una
condición de alma en la que se intuye una angustia latente que va por dentro, pero que solo se trasluce en la mirada cuando los atardeceres se hacen más largos y el tiempo se sienta a
esperar la luna observando los gatos del Darro. Aquí se comprende el flamenco seguramente con una actitud de aceptación del destino, de cómo nos marca los pasos y se desliza al compás del
fatum, sin una dirección unánime, como una hoja que menea la brisa, que va y viene sin alzarse demasiado, pero sin caer tampoco. Sobreviviendo. «De los álamos vengo, madre, de ver cómo los
menea el aire», reza el madrigal y, aunque el compositor lo ambiente en Sevilla, nunca podría suceder allí porque el ritmo, el carácter 'sevillí' es usualmente bullicioso o, al
menos jovial –luego llegan Bécquer, Machado o Cernuda y nos dinamitan el patrón–; y lo que esos versos implican de fondo es una voluntad de mirar hacia adentro. Es decir, que únicamente es
posible en Granada. Recuerdo una tarde, yendo a Valderrubio, cuando alguien, ensimismado en el paisaje, recitó el fragmento de bulería como un presagio: «A mí se me importa poco / que un
pájaro en la alameda / vaya de un árbol a otro». La bulería, dicen los entendidos que es alegre, pero aquí se alza con otro son, casi buscando rasgarse el pecho hasta alcanzar el corazón y
apretarlo para que deje de doler. Esto es, que tenemos que asumir que, identitariamente, sigue residiendo entre nosotros el espíritu oculto de la dolorida España que tiene, además, un toque
de decepción amarga. Por eso aquí la risa nunca es carcajada, sino sonrisa entera cuando sucede el milagro y no se queda en esbozo cortado en flor. Vengo a decir que cualquier circunstancia
surge y evoluciona en Granada de un modo diferente: con un toque misterioso, con otra cadencia inexplicable dibujada sobre un cielo con nubes cómplices del secreto. Igual que una
'granaína', que una media granaína, o que este palo flamenco recién nacido en plenitud de belleza libre que es la 'sosegá', con la que se retrata nuestra condición de
estoicismo perpetuo, de siglos esperando un porvenir de crecimiento y desarrollo que no acaba de culminar y que provoca el desaliento colectivo que ha moldeado este carácter
'despacioso'. Porque a las circunstancias de Granada les ha pasado en demasiadas ocasiones como a la 'sosegá': que no han tenido remate. Eso, en el arte, tiene sentido
porque nos regala el privilegio de seguir imaginando, pero en la vida es urgente cambiar el compás, pues el futuro no espera a nadie.