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Si tuviera hambre no pediría un pan, sino medio pan y un libro. F.G.L. El editor es un empresario peculiar, imaginativo, realista, algo ... romántico. Con sus decisiones se comprometen las
ideas, las cifras y la cuenta de resultados. Puede parecer prosaico, pero con buenas cuentas de resultados continuará la labor, el autor cobrará sus derechos y el público recibirá su libro.
Es una labor compleja y difícil. La historia está llena de imaginativas editoriales en sus comienzos, de cooperativas de autores, de autoediciones que no pasaron del tercer o cuarto libro y
revistas de poesía que se quedaron en el número 0. El editor debe saber decir no a los originales. Se edita demasiado. Se repiten los mismos temas y, a veces, con pocas variaciones. El
mercado está saturado de obras sin valor, se edita cualquier cosa. Es preciso tener imaginación e ideas, porque nada sabemos sobre el destino y el éxito futuro del libro. Pocos placeres hay
semejantes a descubrir, al leer un manuscrito, a un futuro escritor. Hay que publicar un libro que conlleve nuevas ideas, aunque sea un desastre económico. Hay que buscar el equilibrio entre
productos comerciales y para minorías, porque el libro hay que darlo a conocer al mayor público posible. El buen editor siempre estará en conflicto. A él le corresponde la responsabilidad
intelectual, material y económica de la editorial en un tejido social tan complejo. Las empresas editoriales no pueden ser sociedades de amigos que se autoeditan. El editor sabe que los
libros son luminosos vehículos de cultura que contienen una gran carga de futuro con las nuevas ideas larvadas que siembran revoluciones. Las obras de Dostoiewski y la Enciclopedia en las
revoluciones rusa y francesa son buena prueba, y como decía Voltaire, todo el mundo civilizado se rige por unos cuantos libros. Creo que el editor merece respeto por su independencia.
Intentará mantener las distancias de la política, la economía, la religión y los gustos personales. Su manifestación más histórica ha sido su lucha contra la intransigencia y la censura
política y religiosa. La quema pública de libros, la Inquisición, los índices de libros prohibidos... están ahí. Hay una generación en este país que, durante un tiempo, supo gracias a las
editoriales sudamericanas que alguien llamaba «verde» al viento, «compañero del alma» a la amistad y que, a veces, el estado agónico de la persona se refleja en la literatura francesa. Hoy
en día existe otro tipo de censura: las subvenciones políticas, la compra masiva de ejemplares, la crítica interesada y el aplauso patrocinado. Todo esto amordaza al libro y a las
publicaciones. El editor sigue teniendo el gran reto de editar libros que difundan todas las tendencias e ideas. Las obras divinas, revolucionarias, científicas y prácticas pueden convivir.
El libro trasciende el tiempo, es presente y, a partir de esta gran síntesis, nace su verdadero sentido. Existe un triángulo mágico en comunión: autor, editor y público. El autor es lo
primero, sin él no hay nada. Los grandes autores siempre han escrito sobre el poder, la manera de conseguirlo y de perderlo; este ha sido el tema de las grandes obras literarias. Las
relaciones entre autor y editor son difíciles y existe bastante literatura al respecto. «Todos los editores son unos hijos del diablo, porque para ellos tiene que haber un infierno especial»
(Goethe). El autor, al final, considera al editor responsable de la mala venta o escasa distribución. Diríamos que hay una vocación de autor y de poeta, que maldicen la no publicación de su
obra, pero ¿quién convence a algunos de sus tópicos, ripios y vulgaridades? Puede que las dificultades procedan de lo complejo e imposible que es mezclar dinero, espíritu, realidad y
ficción. Es preciso comprender al autor, ese ser insatisfecho y en busca de su verdad, que se encuentra agónicamente solo ante una página en blanco. ¿Hay algo más terrible? La historia está
llena de batacazos editoriales por no publicar a genios, pero hoy es casi imposible que un gran autor pase desapercibido ante los comités de lectura de las grandes editoriales. Creo que hay
un antes y un después en el mundo editorial. Desde que Cristóbal Plantino estableció su imprenta en Amberes, han soplado muchos vientos. Hoy se impone la multinacional, la agrupación de
editores con sus ventajas e inconvenientes. La pequeña editorial que subsista lo hará gracias a su trabajo no incorporado a la ficha de costes y con la ilusión de encontrar al autor novel,
aunque otros con más medios te lo quiten o se vaya. Malos tiempos corren para los libros. Nunca han tenido peores enemigos: la imagen audiovisual, las redes sociales, el tiempo acelerado y
la inteligencia artificial... Nos queda la palabra Tras la lectura de cientos de originales y su edición, llega el momento de recapitular: ¿cómo andamos de libertad de expresión e
información? Para algunos, el pesimismo cunde ante el Plan de Acción Democrática que el Gobierno proyecta. ¿Es necesaria esa excepcionalidad en un Estado de Derecho? ¿Volvemos a la Ley de
defensa de la República de 1931? ¿No basta con el decreto ley? ¿No limita la capacidad de razonamiento de la sociedad civil? La Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos
(1791) prohíbe la creación de cualquier ley que reduzca la libertad de expresión, que vulnere la libertad de prensa. En 1776, la Asamblea de Virginia incluía la frase: «La libertad de prensa
es uno de los grandes baluartes de la libertad, y nunca puede ser restringido sino por gobiernos despóticos». No existe un término objetivo de comparación para el ciudadano. Casi todos
mienten y discrepan: el gobierno, la oposición, los portavoces parlamentarios, en las interpelaciones, en las comisiones donde se acusa y se contesta por peteneras, en la prensa, en las
redes sociales, e imputando el bulo y el cieno al contrario. Nada ya nos espanta ni nos sorprende en la ceremonia de la confusión, sobre todo si es de los nuestros. Para algunos, el plan
solo va contra la ultraderecha de los bulos y del cieno. Para otros, el Gobierno va contra el cuarto poder: los periodistas y medios de comunicación, a los que se impondrán más obligaciones:
registro, publicación anual de la contribución publicitaria recibida, fuentes de financiación, cifras de audiencia y cumplimiento de los principios de independencia, transparencia,
imparcialidad, proporcionalidad, no discriminación, comparabilidad y verificabilidad, no financiación de pseudo medios y evitar la intoxicación mediática. A ese Plan de Acción Democrática,
que puede convertirse en ley, se le augura poco éxito –incluso la prensa se le escapó al mismísimo Franco–. ¿Quién controla las redes sociales? ¿Y a los periodistas de raza? Siempre les
quedará la palabra, porque sería un desperdicio que no escribieran o no hablasen. No renunciarán a ello. Nadie se lo puede impedir, porque nadie puede prohibir escribir ni hablar. Tú no
puedes dejar de escribir. Como nadie puede dejar de respirar, ¿qué sería de la política sin prensa, radio o televisión? Pasaría desapercibida. Por eso, aunque cambien los gobiernos y sus
programas, siempre seguirá existiendo ese estimulante triángulo mágico: autor, editor y público, que logrará el casi imposible hecho de asombrarnos, después de veintiún siglos de historia,
con la belleza, la tristeza, la miseria, con el fondo y la forma del creador, y se realizará, aunque sean contadas veces, el milagro de la creación, que dé sentido a la vida, sorprendiendo y
alimentando nuestra libertad, que no existe sin cultura y sin verdad. El autor trabaja y crea con el editor para el público, sin el cual todo es nada.