La ceguera consentida | Ideal

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¿Se imaginan a un grupo de ciegos golpeando a una persona porque dice que puede ver? De locos, ¿verdad? Pues no lo es tanto, ... se los aseguro. Cuenta una leyenda que, en las profundidades


rocosas del Amazonas no colonizado por el hombre, existe una ciudad donde todos sus habitantes son invidentes. Por motivos que se desconocen (el agua, la alimentación o el aire, tal vez) los


niños, a partir de un día, comenzaron a nacer ciegos. Algo que propició que el resto de sus sentidos se desarrollasen de manera exponencial. Un explorador encontró por casualidad este


enclave. En su atrevida ignorancia, pensó que aquella gente lo recibiría como una especie de mesías, dado que él jugaba con la ventaja de la vista. Pero cuando les dijo a aquellos indígenas


que podía ver, que venía de una gran ciudad y les habló de los adelantos tecnológicos que disfrutaba media humanidad, sufrió todo tipo de palizas y encarcelamientos. Los ciegos lugareños le


acusaron de blasfemo, loco y, posiblemente, endemoniado. ¡Ahora viene lo mejor! Pasaron las semanas y más de un mes. Y las fuerzas de nuestro explorador llegaron a su límite. Pidió perdón


ante el consejo de sabios y declaró que todo lo que había dicho era mentira. A partir de entonces, el pueblo se mostró afable con el preso e, incluso, se le otorgó el beneplácito de la


libertad con una condición: «Es preciso que le quitemos las esferas que tiene en su cara. Está claro que son las causantes de sus delirios de esa dichosa 'vista'», arguyó el gurú


del poblado. El explorador, horrorizado por la inminente extirpación de sus ojos, se pasó la noche llorando en su celda. Se resignó e, impotente, se convenció de que era necesario este


sacrificio para seguir con vida. Pero, cuando vio el alba rallando el firmamento y la belleza del nuevo día abriéndose paso entre la espesura, huyó del poblado como alma que lleva el diablo,


emprendiendo la vuelta a casa. «Prefiero morir con los ojos abiertos a vivir con ellos cerrados», se dijo. Esta historia de H. G. Wells es una adaptación del mito de la caverna de Platón,


la cual nos revela la enseñanza que Dios nos dijo a través del profeta Isaías y de su Hijo Jesucristo: «No hay peor ciego que aquel que no quiere ver». Y vaya que así es. He sido testigo de


un sinfín de cegueras consentidas, en las que quien intentaba aportar algo de luz se veía condenado al ostracismo más ingrato. Me refiero al fanatismo político; el encumbramiento de la


incultura como motivo de orgullo; los radicalismos que infunden el odio. Y, por supuesto, las ideologías que se erigen como los nuevos dioses del siglo XXI, llegando a dogmatizar qué es


persona o qué no y, por ende, quién tiene derecho a vivir y quién no. En definitiva, ciegos que guían a otros ciegos. Y, al igual que el explorador, los cristianos nos vemos tentados a


sacrificar la vista del corazón y la fe por tal de no sufrir más la barbarie de quienes afirman que la oscuridad es la única verdad. ¡Tranquilos! ¡Esto ya sucedió! De ahí que Cristo


definiera a los suyos como 'la luz del mundo'. Sabemos por qué estamos aquí y lo que vendrá después. No tengamos miedo «a quienes pueden matar el cuerpo, pero no pueden matar el


alma» (Mt 10, 28). La noche siempre es más oscura cuando está a punto de amanecer. Eso fue lo que proclamamos en la pasada Vigilia Pascual. ¿Y tú? ¿Quieres ser luz?