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«Las flores no dicen nada; pero cuando uno se las mira, las flores son la más grande de las palabras», escribió el poeta español ... Juan Ramón Jiménez. Quizá no se trate tanto de que las
flores hablen, sino de que tienen la capacidad de callar lo que a menudo no podemos expresar. En su silencio, las flores guardan sentimientos profundos, secretos que solo se desvelan cuando
el ser humano las elige para comunicarse. Hay algo en las flores que sobrevive al tiempo. Desde los primeros gestos del ser humano, mucho antes de escribir, sembramos flores sobre la muerte
y las ofrecimos al amor. La flor fue, y sigue siendo, el primer idioma sin gramática que supimos entender. Decimos con flores lo que a veces no puede decirse de otra manera: el amor en un
ramo de rosas, el adiós en una corona de crisantemos, la esperanza en un lirio blanco, la cortesía en una violeta tímida. También la amenaza, la súplica, la devoción. La primavera, en su
estallido floral, parece recordarnos ese lenguaje antiguo. Abril ya lo insinúa, pero es mayo, el mes de las flores, quien lo proclama con mayor fuerza. Su nombre viene de Maia, la diosa
romana de la fertilidad y la salud. En su honor se celebraban fiestas donde se adornaban templos con flores y se llevaban hierbas medicinales para curar a los enfermos. La vida reverdecía,
literalmente, bajo su amparo. Y como ocurre con tantas otras celebraciones paganas, la tradición fue cristianizada: mayo se convirtió también en el mes de la Virgen María, 'Flor de las
flores', 'Rosa mística', como la cantaban las 'Cantigas a Santa María' de Alfonso X el Sabio. Desde entonces, las ofrendas florales pueblan iglesias y ermitas, en
una continuidad simbólica que cruza los siglos. Las flores son más que ornamento. Son signo. Son símbolo. La Real Academia Española, en su definición más desnuda, las describe como «órgano
reproductor de las plantas fanerógamas, formado generalmente por cáliz, corola, estambres y pistilo». Pero esa verdad botánica no alcanza a decirnos todo. Como escribió Juan Ramón Jiménez:
«Todas las flores son vírgenes. / Todas las flores son madres. / Todas las flores son niños». En esa paradoja vital, la flor como principio, como belleza fugaz y como despedida, se resume
parte de nuestra experiencia humana. Y no es casual que sea en primavera cuando todo esto se intensifica. La estación, con su luz nueva, despierta algo ancestral en nosotros. El poeta Rilke
decía que «...la primavera ha regresado. / La tierra es como un niño que sabe poemas de memoria». Esa infancia del mundo revive cada vez que florecen los campos. El ser humano, íntimamente
vinculado al ritmo de la tierra, se renueva también. La fertilidad no es solo biológica, sino espiritual, creadora, amorosa. Las flores en primavera no solo nacen: nos despiertan. En el
cuento de Lewis Carroll, 'Alicia en el país de las maravillas', hay un momento revelador: cuando Alicia entra en un jardín encantado, las flores la miran y la tratan como si fuera
una de ellas. La flor que la reconoce como semejante es el Lirio, la más sabia del jardín. No es coincidencia que Alicia, cuyo nombre deriva del griego Aletheia –verdad–, sea confundida con
una flor. Ella, como las flores, pertenece al reino de lo sutil, lo bello y lo revelador. En cierta forma, toda flor es una Alicia: dice sin decir, pregunta con su forma, responde con su
perfume. Las flores han acompañado nuestros ritos de paso desde siempre: el nacimiento, la boda, la muerte. En las culturas antiguas, los sacerdotes ofrendaban flores a los dioses para
propiciar la lluvia o bendecir las cosechas. En Japón, el hanami, o contemplación de los cerezos en flor, es un acto casi sagrado. En México, los altares del Día de los Muertos se visten de
cempasúchil como una guía de luz para las almas. Las flores hablan allí donde el lenguaje no alcanza. El poeta Antonio Colinas escribió que «las flores son lo más parecido al alma que tiene
la tierra». Y en esa cercanía con el alma reside su poder. Son breves, delicadas, pero esenciales. Como las palabras verdaderas. Como los gestos que no buscan brillar, sino tocar. Quizá por
eso las flores resurgen cada año, como si supieran que el mundo necesita recordarse a sí mismo. Que necesita belleza no como adorno, sino como forma de verdad. Porque la belleza, como decía
Simone Weil, «obliga al alma a rendirse». Y en ese rendirse hay una reconciliación, una manera de volver al principio. Mayo, entonces, no es solo un mes. Es una promesa. Un llamado. En su
centro florecen diosas antiguas, madres celestes, niñas curiosas, lirios sabios, poetas en silencio. Todo lo que las flores han dicho, y seguirán diciendo, sin levantar la voz.