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Roma, 23 de marzo de 1944. La Alemania nazi, tiene ocupada la Italia fascista de Benito Mussolini. Son las 15:30, y con puntualidad germana, ... un batallón alemán de 150 soldados sube como
todos los días, por la vía Rasella, una calle que arriba al majestuoso Palacio de Barberini. Ese día, 10 partisanos italianos –nueve hombres y una mujer– tienen preparado un atentado
mediante una bomba escondida en un carro de basura, que uno de los partisanos vestido de barrendero (un estudiante de medicina llamado Paolo) vigila, hasta que oye los pisotones del batallón
marcando el paso al principio de la calle. Entonces, enciende una mecha de 50 segundos y disimuladamente se retira. El arrogante batallón de soldados sube por la calle y cuando llega a la
altura del carro, éste estalla y otros partisanos que salen de portales donde estaban escondidos y ya preparados, abren fuego sobre los alemanes tras la explosión. El balance final es de 33
soldados alemanes y dos civiles muertos. Hitler, en un ataque de ira ordena una «represaglia» terminante y brutal: en 24 horas se ejecutarán 50 italianos por cada alemán muerto; no obstante,
tras deliberarlo con su camarilla, ésta consigue moderarlo y cediendo, el Führer transige que sean 10 italianos por cada alemán. Suman entonces 330 los reos a ejecutar. La logística para
llevar a cabo la matanza no es fácil y tiene su complicación. Se eligen presos con condenas largas y condenas a muerte, se les suman a esos, 12 peatones que pasaban por allí en el momento de
la explosión, 57 judíos italianos escogidos al azar, y un chico de 15 años al que detuvieron en los registros de las casas y que estaba haciendo los deberes. Se les saca de las celdas sin
que ellos sepan dónde van, en secreto, con el objetivo de evitar que ataques de pánico puedan dificultar el traslado. La masacre se lleva a cabo en la Fosas Ardeatinas, unas antiguas minas
ya abandonadas en esa época, que están a las afueras de la «ciudad eterna». Se lleva a los condenados en camiones y los van bajando para ser ejecutados en grupos de cinco, hasta completar
los 67 grupos. Son soldados alemanes y que la mayoría jamás ha matado a nadie, los que llevarán a cabo los asesinatos que se harán arrodillando a los reos ya esposados por las muñecas, y
posicionadas estas a la espalda, se les inclinará entonces la cabeza y, teóricamente, un disparo en la nuca en esa posición, provocará una muerte instantánea. Pero naturalmente se producen
fallos de puntería por parte de algunos de los ejecutores, que han tenido que emborracharse para poder disparar sobre los hombres arrodillados e indefensos. De estos, los que tienen peor
suerte no mueren en el acto y agonizan. Se comete un error, y se transportan hasta el lugar de la masacre a 335 hombres, es decir, cinco más de los que se habían calculado, pero una vez allí
se decide que hay que ejecutarlos también; serían testigos y es mejor no dejar evidencias por si en un futuro los vientos de la Historia cambian de dirección, como así ocurrió. Se ejecutan
pues a los 335 hombres. Uno de ellos es Pietro Pappagallo un sacerdote católico muy comprometido con obras sociales, firme en su convicciones y con una amplia trayectoria de participación en
la resistencia contra el nazismo. Hasta ser él mismo ejecutado, se dedica con serenidad, dignidad y autoridad a consolar a los que esperan. En la obra maestra de Roberto Rosellini, «Roma
cittá aperta», la figura del padre Pietro está inspirada en él. Una vez terminada la matanza, ingenieros alemanes utilizando explosivos, sellan las entradas a las fosas para que los
cadáveres queden sepultados y dejar la mínima huella posible. En un film bastante fiel a los hechos, «Muerte en Roma», un soberbio duelo interpretativo entre Richard Burton (coronel Kappler)
y Marcello Mastroiani (padre Antonelli) me dejó impactado hace ya la friolera de más de 40 años, en lo que fue el Palacio del Cine, luego Multicines Centro. Supe tiempo después que en el
lugar de los hechos habían construido un mausoleo a la memoria de las víctimas de aquella infamia. No hace mucho estuve allí. Ya dentro del recinto, y todavía al aire libre, un sobrio paraje
de árboles, frescor y pájaros y sin ruidos lo aísla a uno del exterior. Camino de las fosas, sobrecoge el silencio mientras se llega a una cámara amplia en la que están las 335 lápidas con
el nombre y la edad de cada uno de los ejecutados, el más joven tenía 14 años, el mayor 74. Muchas lápidas tienen la foto. Otras muchas flores frescas. En cuatro de las 335 tumbas, reza un
«ignoto» (desconocido) seguramente porque nadie identificó ni reclamó esos cadáveres. Al salir en una lápida se puede leer: «Aquí nos fusilaron víctimas de un sacrificio horrible. Que de
nuestro sacrificio surja una patria mejor y una paz duradera entre los pueblos».