Los felices años veinte | ideal

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Iniciábamos la tercera década del siglo XXI –los años veinte– tras una crisis económica y una pandemia como nunca habíamos tenido. Éramos sometidos a confinamiento ... y medidas de


prevención que ponían en jaque la normalidad de nuestras vidas. Nos sentimos vulnerables, murieron miles de personas y, a golpe de mensajes optimistas, no solo cantábamos


'Resistiré', también lanzábamos consignas vitalistas: 'todo cambiará', 'saldremos mejor de esto'. La economía hundida, las pérdidas contadas en cifras


escandalosas. Superados los momentos críticos nos arrojábamos a conquistar calles y espacios públicos con deseos desbordantes de libertad, recuperación de la normalidad secuestrada,


dispuestos a que nadie viniera a amargar nuestra existencia. Mediada la década, estamos en condiciones de hacer balance y rebajar tanto optimismo, mientras recordamos aquellos otros años


veinte del siglo pasado. Nuestros abuelos venían de una época oscura, pandemia de 'gripe española' incluida, y la Primera Guerra Mundial –la 'guerra total' como


denominaba Eric J. Hobsbawm–, con irresistibles deseos de euforia, de asir la vida con energía y vivirla frenéticamente, eran lo que la Historia denomina, con ocioso eufemismo, 'los


felices años veinte'. Las imágenes de entonces muestran escenas festivas a ritmo de Charleston, tipos impecablemente 'esmoquinados', mujeres con vestidos adornados de pedrería


colgante, jolgorio ahogando penas, mucha música, jazz, desfiles teñidos de negro de Coco Chanel... Disfrutar la vida a toda costa, olvidando penurias pasadas. La república de Weimar


enarboló la esperanza de una Alemania democrática y menos belicista, entretanto la prosperidad económica no ocultaba los peligros por venir: fascismo, crac del 29 o una nueva guerra mundial.


La novela 'El gran Gatsby' –Scott Fitzgerald, 1925– retrata aquella vacuidad del poder del dinero y la miseria. El joven Nick Carraway narra una historia de derroche, donde se


conjugan los turbios intereses y la feracidad por conquistar la vida de Jay Gatsby, personaje de fortuna advenediza y misteriosa vida, a través de la visión decrépita de una sociedad que


acabaría colapsada. Aquellos 'felices años veinte' fueron testigos de la irrupción del ampuloso y sincrético fenómeno artístico y cultural 'Art déco'. No era un estilo


definido y sí una amalgama de estilos para comprender lo que representaba, tras la 'guerra total', la explosión de sentimientos dispuestos a ocultar el horror vivido. Un terremoto


de vida y conquista de ilusiones rotas y perdidas. Amalgama de estilos que pretendían no desperdiciar un gramo de vida mancillada por la muerte y el sufrimiento experimentado. Nada se podía


desechar, todo era válido, una nueva evocación creativa impregnando variadas creaciones artísticas, artes decorativas u otras formas de expresarse, así vino la Exposición Internacional de


Artes Decorativas e Industrias Modernas de París, 1925. La modernidad impuesta, la conquista de lo innovador y del renacer para un tiempo nuevo. Sin embargo, aquel tiempo que parecía huir de


la barbarie y la destrucción atesoraba ideas y maldades incubadas, consecuencia de conflictos que habían sembrado demasiado resentimiento y odio. 'Art déco', el estilo de la edad


de las máquinas, de nuevas tecnologías e inventos surgidos dentro de la destrucción bélica, puestos al servicio de la maquinaria de guerra. Aparecieron otras tipografías –negrita,


sans-serif...– y diseños: facetado, líneas rectas, quebradas, grecas…; nuevos materiales –aluminio, acero inoxidable, laca, madera embutida...–; la construcción de grandes edificios:


Chrysler o Empire State en Nueva York, la capital del neófito orden mundial. Estilo opulento y exagerado, representaba la reacción a la austeridad forzada de la guerra, un irrefrenable deseo


de escapismo observado en la pintura de Tamara de Lempicka, eminente representante de la estética del glamour, sofisticación, elegancia y modernidad de aquellos 'felices años


veinte'. Cuando nosotros pretendimos generar una explosión de vida tras la pandemia de 2020 nos lanzamos a restaurantes, terrazas y discotecas, pero se nos olvidaron valores como


solidaridad, respeto o empatía, sumidos en sueños imperialistas de Putin, el negacionismo de Trump o la creciente xenofobia. El mundo de nuestros años veinte lo convertimos –lo estamos


convirtiendo– en un erial insolidario, violento, sujeto a la codicia, transgresor de derechos humanos, de una conflictividad grosera…, mientras el monstruo de la antipolítica recorre el


mundo y corroe nuestras mentes, y las democracias entran en crisis y ascienden las autocracias, dibujando un futuro tremendamente incierto. Los países ya no cooperan para la paz o contra el


cambio climático, lo hacen para la guerra y la destrucción, intercambiando drones y bombas. Convivimos con mandatarios sanguinarios y déspotas. El historiador Heinrich A. Winkler –'El


largo camino hacia Occidente'– dice que vivimos la ruptura histórica más profunda desde la caída del muro de Berlín. El orden mundial basado en el derecho internacional peligra, la ley


del más fuerte se impone. Adiós a la comunidad de valores para la convivencia. Adiós a la Carta de París de 1990 de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa –OSCE–,


garante del derecho a la soberanía nacional o la integridad territorial. Se imponen visiones autoritarias e imperialistas: Putin se anexa Crimea –2014– y despliega una guerra en Ucrania;


Trump pretende Canadá y Groenlandia, y permite arrasar Gaza para su anhelada 'Riviera de Oriente'. Las democracias occidentales flaquean, intentan unirse pero hay fuerzas externas


e enemigos internos que lo impiden. La transformación del orden mundial, los desafíos geoestratégicos conducen en una solo dirección: seguridad y defensa, preparación para la guerra. El


presupuesto europeo que, según Ursula von der Leyen, construía miles de kilómetros de carreteras en Europa habrá de destinarse a infraestructuras que soporten el paso de tanques y otros


vehículos militares.