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Hubo un genocidio que apenas se recuerda. Las tropas alemanas recluyeron a hombres, mujeres y niños en campos de concentración donde sufrieron todo tipo de ... abusos y realizaron trabajos
forzados. Muchos murieron de inanición. No, no eran judíos, ni opositores políticos, homosexuales o gitanos, polacos y rusos. Este suceso tuvo lugar a más de 8.000 kilómetros de Berlín y
cuarenta años antes de que tuviera lugar la Solución Final. Su ejecutor no era el régimen nazi, sino el Imperio Alemán, y las víctimas, tribus indígenas de la colonia germana de África del
Sudoeste, hoy conocida como la república de Namibia. Al menos 70.000 perecieron, no por el oscuro color de su piel, sino para despojarlas de tierras y ganados. El gobierno de aquel país ha
decidido conmemorar oficialmente este genocidio, el primero del siglo XX, cada 28 de mayo. Ahora bien, el Genocide Remembrance Day no recupera sólo la memoria, también pretende alcanzar una
justicia aún pendiente. El origen de este fenómeno remite a la rapiña que despedazó África. En la Conferencia de Berlín, celebrada en 1884, las potencias europeas sancionaron políticamente
el reparto del continente, ya establecido de facto. La llegada había sido paulatina. Primero fueron misioneros y comerciantes que crearon estaciones en el litoral, a menudo temporales, luego
arribaron los colonos y, más tarde, las tropas para ocupar definitivamente las áreas adjudicadas y sistematizar la explotación. Previamente al reclamo de soberanía se había iniciado algún
tipo de dominio y aculturización sobre la población autóctona. El engaño estuvo en el origen de la expansión germana sobre la actual Namibia. El comerciante de tabaco Adolf Lüderitz realizó
un pacto con un jefe tribal para adquirir territorio en el litoral, una zona rica en guano. La extensión se medía en millas geográficas, que corresponden a 7.4 kilómetros, en vez de
inglesas, equivalente a 1.4 kilómetros, una sutil diferencia que desconocía el nativo. El resultado fue la ocupación de una superficie casi cinco veces superior de lo pactado, nada menos que
una concesión de 140 kilómetros de ancho. El negocio resultó espléndido. El marrullero negociante se permitió incluso la fundación de una ciudad que bautizó con su apellido. Un año después,
solicitó a su gobierno que impusiera un protectorado sobre la zona para proteger el dominio. La creación de la Sociedad Colonial Alemana de África del Sudoeste fue el germen de la nueva
Administración, realizada manu militari. Los gobernadores se acompañaban de las Schutztruppe, efectivos castrenses destinados a aplastar cualquier oposición a su presencia. Las tropas y el
tendido ferroviario desde el litoral hacia el interior fomentaron la recepción de colonos europeos. El régimen confiscó las tierras de los indígenas y sus ganados, los entregó a sus
compatriotas y redujo a los indígenas a esclavos. La violencia era inevitable. Los hereros y los namaquas, dos de las comunidades afectadas, se levantaron en 1904 y asaltaron propiedades de
los extranjeros. El comandante militar Lothar von Trotta respondió con una política de exterminio. Su estrategia consistió en rodear a los primeros con su ejército disponiendo una sola vía
de escape que conducía al desierto del Kalahari. ABUSOS Y TORTURAS La trampa estaba dispuesta. Los soldados establecieron puestos de guardia para evitar que huyeran de aquella prisión a
cielo abierto y envenenaron los pozos de agua. Muchos murieron de inanición. El segundo de los pueblos no corrió mejor suerte. Más de 10.000 perdieron la vida en combates y otros 9.000
fueron recluidos en centros de confinamiento donde sufrieron abusos, torturas y se convirtieron en mano de obra forzosa. 70.000 indígenas fueron asesinados para despojarles de tierras y
ganado. El hallazgo de oro y diamantes azuzó la presión sobre esta región de África meridional. A finales del siglo XIX, además de Lüderitz, los alemanes crearon las ciudades de Windhoek, la
capital del protectorado, Keetmanshoop o Swakopmund, la de mayor riqueza arquitectónica. Aún hoy, la extrañeza de sus edificios con tejados a dos aguas y el estilo 'art nouveau'
que identifica iglesias y ayuntamientos, destaca en el páramo del litoral namibio. No todas las fundaciones han sobrevivido este último siglo. Kolmanskop es una población singular porque fue
levantada para acoger a los mineros que buscaban brillantes y llegó a disponer de hospital, casino y grandes mansiones. La localidad fue abandonada tras el fin de la explotación y los
arenales circundantes iniciaron una invasión lenta, pero inexorable, que prácticamente la ha sepultado. El fotógrafo vizcaíno Alfonso Zubiaga retrató su decadencia en la exposición
'Origen', celebrada en Bilbao y Madrid. «El desierto está recuperando lo que es suyo», alega y señala que aún se puede intuir su magnificencia. «Supuso un 'boom' porque
los alemanes encontraron diamantes a flor de tierra», explica y señala que fue tan rica que llegó a disponer de los primeros rayos X en el Hemisferio Sur, utilizados para impedir que los
trabajadores se tragaran los minerales. «El colmo de su exquisitez es que se barría todos los días, pese a que una pequeña ventisca podía cubrirla en cualquier momento». La presencia alemana
fue intensa y breve. Tras la Primera Guerra Mundial, el Kaiser Guillermo II abdicó y el Imperio se deshizo. África del Sudoeste pasó a ser tutelada por la Sociedad de Naciones y en 1920 fue
entregada a la jurisdicción de Sudáfrica, control que mantuvo hasta su independencia en 1990. Tras una larga contienda, la organización guerrillera SWAPO obtuvo el poder e instaló un
régimen democrático que ha llegado hasta hoy. Namibia es un país extenso, con más de 824.000 kilómetros cuadrados, aunque sólo suma 2,69 millones de habitantes. Sus paisajes tropicales
incluyen la aridez extrema y ecosistemas húmedos al norte. «Es impresionante», reconoce Zubiaga. «Las aguas frías de la costa acogen a focas y en el interior puedes encontrar elefantes y
antílopes. Además, se respira mucha seguridad». No todo se antoja maravilloso. Este joven estado se halla entre los que padecen mayores desigualdades en la distribución de su riqueza. Tal
lacra remite a su violenta colonización. Aunque ya no detenta el poder político, la minoría blanca, poco más del 1% de su población, retiene los grandes recursos y disfruta de estándares de
vida plenamente occidentales. Los descendientes de europeos poseen el 70% de las plantaciones comerciales y en el cuarto de siglo de independencia menos del 30% de las tierras ha cambiado de
manos. Actualmente, el 43% de los namibios sobrevive en la pobreza, pese a que la élite política proviene de la mayoría nativa. «Los complejos turísticos están en sus manos, mientras que
los empleados son indígenas negros». El Genocide Remembrance Day pretende cerrar una herida que no ha cicatrizado en toda una centuria. En 2007, los descendientes de Lothar von Trotta
viajaron al país para disculparse por las violaciones masivas a los derechos humanos cometidas por su antepasado. Además, el régimen de Windhoek mantiene conversaciones con el gobierno de
Berlín para oficializar una reparación económica con la que adquirir los cultivos arrebatados en el periodo colonial. UNOS 30.000 NAMIBIOS HABLAN EN ALEMÁN, TIENEN UN PERIÓDICO Y COSTUMBRES
COMO LA OKTOBERFEST ¿Y qué fue de los alemanes? Unos 30.000 namibios comparten la herencia germana, mantienen la lengua original, tienen un periódico, el Allgemeine Zeitung, y costumbres
como los mercadillos navideños y la Oktoberfest, ocasión para lucir sus vestimentas tradicionales. También han dejado otros legados más amplios. La mitad de los namibios pertenece a la
Iglesia Evangélica Luterana. Esos encuentros del exiguo colectivo también propician el recuerdo de los tiempos gloriosos, aquellos en los que eran los amos de la sabana, y los aciagos
posteriores, tras someterse a la soberanía de los sudafricanos, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Entonces, los colonos fueron sometidos a arresto domiciliario y muchos enviados a
campos de concentración donde permanecieron hasta 1946. La política tiene irónicos giros y posee cierta justicia poética incluso en el lejano cono austral.