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El sábado, en Los Cármenes, el Granada aprovechó la oportunidad de continuar dependiendo de sí mismo y se aferró al sexto puesto como un político ... lo hace al cargo. Eso está bien. Lo del
Granada, claro. Una suerte que le vendría bien mantener por la seguridad que dicha preeminencia genera en uno mismo, por la incertidumbre que produce en los adversarios y por estar tan
próximo el final del campeonato. El devenir de un equipo lo suelen marcar los resultados, las sensaciones que transmite su juego y la fortuna. Fortuna que fue esquiva frente al Elche al
marrar Boyé el penalti, un traspié que no mereció sufrir el jugador argentino por lo mucho que viene aportando. Frente al equipo ilicitano el Granada se entregó con la voluntad de un grupo
que continúa intentando cohesionarse mejor, mientras el Elche lo hizo con la seguridad que aporta ser un equipo bien trabajado, pero al que sorprendentemente le temblaron las piernas al
detectar que los rojiblancos, menos perfectos, se advertían capaces de vencerles. Y fue a raíz del penalti errado por Boyé cuando aparecieron las estrategias y el miedo a perder en ambos
equipos. El ilicitano mediante la abducción que intentó Matías Dituro aproximándose hasta el círculo central, y el Granada sin atreverse a responder con una presión alta que hiciera desistir
a Eder Sarabia en sus pretensiones mágicas. Al Granada le está costando demasiado hallar su propia identidad, aunque se perpetúe en el intento, posiblemente por tantas permutas tácticas que
arrastran las alineaciones de inicio y las sustituciones en las ventanas de cambios durante los partidos. Unas decisiones que generan confusión y a veces trascienden los conceptos
filosóficos de Hegel y su danza de opuestos. Al control de los partidos lleva la perfección de un sistema. Y a la perfección de un sistema lleva su correcta ejecución. Demasiadas
alteraciones por tanto impiden un mejor control del juego. Se trata de un simple silogismo.