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El 30 de septiembre de 2024 la Universidad de Granada invistió como Doctor Honoris Causa a Miguel Giménez Yanguas. En su discurso de recepción expresaba ... cómo algunas de las
preocupaciones de juventud se habían mantenido inalterables desde entonces: la pasión por el conocimiento científico y su divulgación, la confianza en la utilidad social de la ciencia y la
tecnología. Sobre tales convicciones edificó un compromiso público al que el doctor y profesor Giménez Yanguas ha dedicado toda una vida, que ayer tuvo su punto final. Soy afortunado -nos
decía en una de nuestras últimas conversaciones- porque he recibido de la sociedad mucho más de lo que le he podido aportar. Y efectivamente ha recibido mucho: miembro de cuatro Academias,
Medalla de Oro al Mérito por la ciudad de Granada, Cruz al Mérito Aeronáutico, Premio de Patrimonio Andrés de Valdelvira de la Junta de Andalucía y Premio Nacional de Ingeniería Industrial
serían algunos de los reconocimientos con los que diversas instituciones le han distinguido a lo largo de sus 85 años de vida. En un país donde tradicionalmente los homenajes y
reconocimientos llegan tarde, el caso de Miguel constituye una honrosa excepción; porque no es fácil que personas e instituciones, tantas y tan distintas, se hayan puesto de acuerdo a la
hora de reconocerle en vida su bonhomía y altruismo. Pero la distinción mayor no es la que se materializa en diplomas, birretes, togas o medallas, sino la que otorga el respeto,
agradecimiento, afecto y cariño que le hemos manifestado cuantos hemos tenido la ventura de compartir sus inquietudes y disfrutar de su vasto conocimiento. Todo lo recibido no compensa, sin
embargo, lo mucho que él ha sido capaz de legar a la sociedad. Sus miles de alumnos a lo largo de más de 40 años lo saben; como también los profesores y colegas con los que ha compartido
universidad y profesión; y también los amantes del conocimiento, del saber, de la ciencia, del patrimonio y de la cultura, que han acudido a él y han encontrado siempre la respuesta más
sabia y generosa. Su labor en la defensa y difusión del patrimonio tecnológico ha sido tan amplia y conocida que la mera enunciación desbordaría los límites de este escrito. Pero conviene
recordar que no se limitó a restaurar, conservar y reunir una imponente colección que sería la envidia de cualquier ciudad que aprecie la cultura, sino que siempre la ofreció de modo
altruista para el disfrute y conocimiento públicos, logrando al mismo tiempo persuadirnos de la importancia de conservar los restos del pasado material de Granada y Andalucía vinculados a la
actividad económica, una dimensión imprescindible de la memoria y la identidad colectiva. Con ese empeño y constancia, rayanos en la tozudez y tan propios de quien sabe que las verdades
solo se abren paso si se insiste en recordarlas, ha llamado a la puerta de instituciones y de empresas, ha promovido iniciativas y denuncias públicas, ha convencido a quienes podían hacer o
decir algo para que lo hicieran, ha salvado materiales que estaban a punto de ser incinerados, desguazados o fundidos y los ha recibido, comprado, cambiado, trasladado, restaurado, guardado,
catalogado, archivado… con un sentido tan amplio que no hay asunto que se relacione con el conocimiento del pasado que haya escapado a su interés. Y lo ha ejercido con la generosidad propia
de quien entiende que el verdadero conocimiento siempre ha de ser compartido. Todos aquellos los que en los últimos cincuenta años se han interesado por alguno de estos aspectos tienen una
deuda con él. Desgraciadamente, no siempre se le ha hecho caso cuando advertía de un proyecto inadecuado o de una obra mal ejecutada y ahora pagamos algunos errores de la soberbia alimentada
por la ignorancia. Por fortuna, otras veces no ha ocurrido así y su magisterio y sentido común han alumbrado decisiones coherentes, eficaces y, además, baratas. Trabajó con ahínco por la
creación del frustrado Museo de la Ciencia que se intentó promover en los años ochenta por la Universidad; colaboró en el surgimiento del Parque de las Ciencias: ha servido a la Universidad
en todo lo que ésta ha demandado, concluyendo tan fructífera relación con la donación de todo lo que conserva relacionado con la tecnología del azúcar, que encontrará idóneo acomodo en la
azucarera de San Isidro, donde supo preservar de manera premonitoria lo más significativo de su maquinaria. El 1 de abril se inauguró la adecuación para uso cultural de la fábrica azucarera
motrileña de «Ntra. Sra. del Pilar», una de sus aspiraciones más queridas que ha constituido una de sus últimas satisfacciones aunque, herido por la enfermedad, no pudo asistir a la
culminación de este proyecto que él inició. Se le agotó el tiempo y la energía, pero no se agotaron sus ideas hasta el último momento. Desde hace ya algunos años, Miguel era consciente de
que su vida tocaba a su fin y, lejos de abatirse, la ha continuado dedicando a su familia, a sus amigos y a sus pasiones. Hasta que la enfermedad finalmente lo ha vencido, no ha dejado de
pensar en lo mucho que le quedaba por hacer. Y en un último gesto, ha ofrecido parte de su colección para que ayude a materializar un proyecto cultural que gire en torno a los usos del agua,
tan variados y tan decisivos para explicar la historia del territorio que se extiende a los pies de Sierra Nevada. Con este motivo, quisimos rendirle un particular homenaje, implicándole en
la organización de la exposición «La energía hidroeléctrica en la provincia de Granada», que ha podido verse hasta hace pocos días en la Casa Molino Ángel Ganivet, dependiente de la
Diputación Provincial. Y porque sabíamos que se le agotaba el tiempo, pero nunca las ideas, quisimos mostrar un ejemplo de lo que puede hacerse en torno a ese proyecto, al tiempo que rendir
un pequeño homenaje al colega y al amigo, haciendo que estuviera compuesta casi exclusivamente por material de su colección. La circunstancia de haberse conservado dos molinos medievales de
propiedad pública, restaurados, colindantes y en buen estado, alimentados por el primitivo cauce de la acequia Gorda, le hizo recordar cómo la rehabilitación del Molino de Marqués había sido
años atrás otro de sus empeños, en el que logró implicar al ayuntamiento de la ciudad; y de nuevo volvió a abrigar la esperanza de que este valioso conjunto industrial pudiera convertirse
en un futuro centro cultural dedicado a la memoria del agua, que podría insertarse -pensaba él- en el proyecto de Capital Europea de la Cultura en 2031. De ahí que ofreciera su patrimonio y
acabara implicándonos a todos en esta nueva cruzada cultural, la última que ha ocupado sus días. Y no nos podíamos negar, aunque carezcamos de esa bendita tozudez que le caracterizaba, capaz
de sacar adelante proyectos en los que nadie había pensado y en los que pocos confiaban. Miguel no ha llegado a ver satisfecha su última propuesta, que tal vez otra generación lleve a cabo.
Se ha marchado dejando un gran vacío, pero también un legado que le sobrevivirá. Su patrimonio material, sí, pero sobre todo su labor paciente, pedagógica, persuasiva y constructiva. Se nos
ha ido y no le podemos sustituir, pero viviremos de su aliento durante mucho tiempo.