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El incremento de la deuda pública en España en más de 122.000 millones el pasado año, hasta alcanzar un 117,1% del PIB, es ... la consecuencia inevitable de los costes que la pandemia ha
supuesto para las administraciones ante la contracción de la economía en un 11%. Teniendo en cuenta que nuestro país había cerrado el ejercicio anterior con un endeudamiento del 95,5%, ese
brusco ascenso introduce un factor de preocupación que no está tan presente como debiera en la conversación pública. Claro que podría haber sido peor. Pero la previsión del FMI de que ese
indicador continuará en niveles similares a corto plazo obliga a situar la cuestión en el primer plano de las inquietudes institucionales y ciudadanas. La contención de los intereses
financieros contribuye a relativizar la gravedad del problema, aunque alcance un monto anual de alrededor de 26.000 millones. La suspensión temporal de las pautas de consolidación fiscal
europeas, que permite ese desajuste, está plenamente justificada en una coyuntura como la actual en la que el gasto público ha de ser una palanca esencial en la reactivación de la economía.
Además, cuenta con una anuencia generalizada de las fuerzas políticas y los agentes sociales. Pero sería un error imperdonable que el Estado y la sociedad contemplasen el aumento de la deuda
como una contingencia insoslayable a la que deba hacerse frente, si acaso, de 2022 en adelante; o como si esa carga no fuese a implicar ajustes futuros o pudiese ser endosada sin más a las
generaciones venideras. La recuperación necesaria para atenuar el déficit y la deuda depende de las bases que se establezcan ahora. En concreto, del rendimiento a medio y largo plazo que se
obtenga de los fondos europeos para la reconstrucción, determinantes para alejar a nuestro país del peligro de que se cronifiquen ambos indicadores. Pero no bastará con que la inyección a la
que se aspira de 140.000 millones reavive la actividad, como cabe dar por descontado. Es necesario que esos recursos sean aprovechados hasta el último euro y permitan iniciar líneas de
inversión de largo alcance, generando desde el primer momento puestos de trabajo estables y de calidad. Las instituciones están convocadas a poner los cimientos de un despegue para la
economía dando cauce a proyectos solventes y viables de innovación y sostenibilidad que, de malograrse, dejarán a España sin las ayudas requeridas o las convertirán en una dotación fugaz de
capital y gasto. OBSESIÓN CONLA PRENSA No contento con cuestionar la calidad democrática del país que vicepreside, arremeter contra la Corona y la independencia de la Justicia o confundir a
un prófugo como Carles Puigdemont con los exiliados de la Guerra Civil, Pablo Iglesias está decidido a abrir nuevos frentes de batalla. Su desaforado ataque de ayer a los medios de
comunicación, cuya credibilidad rechazó con argumentos teñidos de populismo barato, supone un desprecio a la libertad de información impropio de un gobernante de un Estado democrático. Como
lo es la pretensión de imponerles lo que denominó «herramientas de control democrático» al establecer un disparatado paralelismo entre el «poder mediático», el Ejecutivo, el Legislativo y el
Judicial. Ese objetivo solo puede ser interpretado como un descarado intento de amordazar a la Prensa o someterla al dictado de sus caprichos. Tan alejados están esa obsesión y los derechos
y libertades consagrados por la Constitución como la caricatura de unos medios supuestamente manejados por «banqueros» y «fondos buitre» que dibujó Iglesias y la realidad informativa en
España. A todo un vicepresidente del Gobierno le es exigible mayor seriedad en un asunto tan delicado.