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Sábado, 13 de febrero 2021 | Actualizado 14/02/2021 01:48h. Comenta Compartir Sergio García se remanga después de haberle cobrado a una pareja que ha venido a desayunar. Ahora tocan unos
movimientos que ya ha incorporado a su rutina de trabajo con naturalidad. Empieza a desinfectar la mesa, las sillas y cualquier otra posible zona de contacto antes de que los siguientes
clientes tomen asiento. Por culpa de la pandemia, todo está ahora muy medido y reglamentado. Sergio es camarero en la Tapería Valdivia, un restaurante que sirve desayunos por la mañana y
luego engancha con el aperitivo y los menús de mediodía. «Abrimos a las ocho y a las menos diez ya había gente esperando en la puerta», explica. Al final, han sido diez días en los que la
capital ha permanecido otra vez en un coma inducido. Este sábado el regreso de la actividad no esencial ha sacado a la capital del letargo y ha devuelto cierta alegría a unas calles que
permanecían desiertas. «Había muchas ganas, trabajar también es salud», apuntilla Sergio. Los últimos días en casa, tragando techo, habrían sido un suplicio. Saberte en un ERTE no ayuda a
subir la moral. El buen tiempo ha contribuido a que, hasta primera hora de la tarde, muchos malagueños hayan decidido salir para disfrutar con precaución de aquello que se le había privado
por culpa de la alta incidencia de contagios de las últimas semanas. Tanto en los barrios como en el Centro los comercios han vuelto a subir las persianas y la restauración ha abierto sus
puertas a la clientela local. También hay negocios que permanecen cerrados. El turista sigue siendo un recuerdo del pasado. El contraste con los últimos días es notable. La experiencia de un
año de pandemia permite constatar que la apertura de las actividades no esenciales, después de un periodo de privación, ejerce de catalizador. Los paseos marítimos se han llenado de
paseantes y los chiringuitos han servido los primeros aperitivos. No todo el mundo está de acuerdo con la reanudación de la vida social en los espacios públicos, pero muchos malagueños han
probado que el equilibrio entre el miedo a la pandemia y las ganas de recuperar cierta normalidad se va inclinando hacia lo segundo. O que existe la posibilidad de aspirar a un equilibrio
justo entre ambas coordenadas. Así lo ven Paula Ramos y Elena Costoya. Amigas, las dos 21 años, desde la infancia. Ataviadas con bolsas del Bershka pasean por la calle Nueva y admiten que
sentían anhelo de aprovechar el día y desconectar algo del mundo pandémico. «Entiendo que la salud es la prioridad, pero si las cosas se hacen con cuidado no hay problema. A mí también me
preocupa la economía local». Elena acaba de finalizar los exámenes de la universidad y está en su último año de carrera. Hay mejores años para acabar la carrera. Esa es su conclusión. Paula,
la amiga del alma, inclina la cabeza en señal de ratificación. Es como estar sediento. Aunque una gota de agua no calma toda la necesidad, sí sirve para aliviar. Incluso evitar la
inanición. Si Málaga es como un gigante que despierta después de una larga siesta, es lógico que cueste desperezarse. El primer sábado con la vida reanudada deja una impresión similar. Por
momentos, hay espejismos de normalidad. Luego saltan a la vista las mascarillas para recordar que esa anhelada normalidad está aún lejos, que parece inalcanzable. La ciudad ahora es una
constante demostración de un intento por seguir adelante. Los almendros florecen, pero el miedo sigue latente. Las personas que se esquivan o la distancia de seguridad que da como resultado
largas colas hablan de una apertura tímida. Cada nueva realidad que dibujan las administraciones se saborea a tientas. El termómetro marca 22 grados. Tiempo primaveral en mitad del
invierno, aunque la ligereza de antaño, la que hace que el malagueño disfrute como nadie de su propia ciudad, aún no se ha recuperado. Lo confirma María José Peinado, dependienta en una
tienda especializada en vender gafas de sol que se ubica en la calle Larios: «Pasa como ya ha pasado otras veces. Mucha gente paseando, pero pocos entran a los comercios». María José cree
que todavía hay miedo. No se sabe si el de al lado tiene el virus o no y esa duda habría penetrado en las cabezas. «Nada es menos». Es la frase que se repite para sí mismo Álvaro Fernández
cada vez que vuelve a abrir su bar en un contexto de restricciones que, en realidad, hace que su actividad sea incompatible con ganar dinero. Está al frente de La Taberna de Álvaro, un local
con encanto de establecimiento tradicional, de los de antes. Aquí se presume de «servir las cañas más fresquitas de Málaga». Su testimonio sirve para reflejar que hay necesidades en la
economía local que tampoco se pueden camuflar. «De este negocio vivo yo y mi hijo. En los últimos meses no hemos ganado ni un duro. Con lo que facturamos en estas circunstancias, al menos
nos da para pagar los gastos fijos. Es importante para poder tan siquiera sobrevivir». Álvaro confía en que la situación mejore en verano. Málaga, guste o no guste, señala, necesita que
vuelva el extranjero para funcionar. La divisa ahora no es vivir: es sobrevir. En Málaga, por lo normal, nadie regala nada. Menos todavía en el Centro. No así en estos momentos. Jorge
Oliver, un vendedor de almendras, prefiere ofrecer una prueba gratis como anzuelo. Suele ser su puesto un buen termómetro para medir la actividad en general. Hoy está contento. «Ahora se ve
algo de alegría. En una hora he vendido diez euros. Los otros días he estado todo el día aquí para ganar lo mismo. Ver las calles como estaban era muy triste», señala. Valga la redundancia:
nada es menos. O menos da una piedra. Comenta Reporta un error