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HACE varios años se puso de moda el síndrome posvacacional. La acción conjunta de psicólogos deseosos de nueva clientela y papanatas de la novelería cayó sobre un terreno abonado: la gente
se mira muchísimo al ombligo y es enemiga acérrima de cualquier sufrimiento, frustración e incluso molestia. Bastaron unos cuantos teóricos pariendo chorradas sobre lo fastidiosa que es la
vuelta al trabajo después de un mes de vacaciones (ansiedad, malhumor, depresión, soportar a los jefes) y el consiguiente eco mediático para definir el proceso de vuelta al trabajo y la
rutina como una enfermedad con todos sus avíos, el dichoso síndrome. Pero no hay tontería que cien años dure, aunque sí tontos que lo son por los siglos de los siglos. Ha bastado una buena
crisis para poner las cosas en su sitio. La que sufrimos es, en efecto, una crisis de calidad superior. Con más de cinco millones de parados, pobreza creciente, servicios sociales en
almoneda y posibilidades reales de que todo vaya a peor, ¿quién es el desahogado, frívolo e hipocondríaco que se atreve a quejarse de que padece el síndrome posvacacional? Ahora mismo volver
al trabajo, por muy miserable, anodino o precario que éste sea, no es una enfermedad, sino un milagro para muchos y un motivo de alegría para todos. Alegría recelosa y condicionada,
ciertamente: más de la mitad de las familias españolas se han quedado en casa en agosto, y las que han podido irse lo han hecho por poco tiempo y a bajo coste. Porque no había dinero para
más o porque faltaba seguridad de que fuera a haberlo en el futuro inmediato (éste sí que es un síndrome posvacacional: el miedo a perder el trabajo de los que aún lo conservan). De modo que
este año, mucho más que los anteriores, la inevitable pregunta amistosa sobre el regreso a la oficina, a la barra o al tajo no ha sido respondida con el clásico "Uff, fatal, me está
costando la misma vida", sino con resignado alivio. El sonido del despertador, por muy tempranero que sea, no es saludado con rabia, sino con el sosiego que proporciona la normalidad.
El cansino viaje de todos los días a las mismas horas, el tedio del trabajo rutinario o el reencuentro con las caras de siempre se ven con nuevos ojos, más risueños y apacibles, sólo debido
a que la alternativa es carecer de horario reglamentado porque te sobran horas, hacer rutinaria la cola del Inem y encontrar caras nuevas pero de desesperanza. "Y que no nos falte"
es la coletilla que abrocha las conversaciones entre colegas que se relatan sus respectivas vacaciones para acabar concluyendo que la vuelta al trabajo es una lata. Si alguien aún cree
padecer el síndrome de estrés posvacacional, más le vale callárselo. Contándolo jode a un montón de gente.