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No somos simpáticos los porteños, hay que decirlo. No vamos por el microcentro con la sonrisa en los labios, los músculos relajados y cantando “Mañanas campestres perfumadas de azahar”.
No saludamos a quien nos cruza por la vereda (son millones), no nos detenemos a sentir el aroma de una flor (no hay flores, salvo a 80 mangos el ramo), no miramos con benevolencia a los
viejecitos que demoran la estampida de los autos.
Más bien lo contrario: el colectivero ni mueve los ojos cuando le decimos “Hasta Córdoba”, empujamos con la bocina a quien se detenga un instante a respirar, vivimos al borde de un ataque de
nervios y cada tanto saltamos del borde a las profundidades del ataque.
Pero hay trucos. Acá se los paso: Se toma un perro, con o sin correa (mejor, con) y se sale por el barrio, bolsita en mano (este detalle aumenta mucho la simpatía de los transeúntes). Unos
pasos por la vereda y empieza a funcionar la complicidad entre amantes de los perros. Lo miran, te miran, sonrisa. Lo miran, lo acarician, sonrisa. Lo miran … ¿cómo se llama? ¡Y hasta nos
dirigimos la palabra! No falla.
Otro yeite es un nene/a. Hasta un metro, un metro diez de altura, el truco funciona. Vas de la mano, vocecita, los que te cruzan tienen que opinar y opinan con la mirada.
Igual que con los bichos: si lo miran, después te miran. Y ahí sí. Porque entre nosotros podremos odiarnos, pero con los perros y los chicos, romance.
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