Cómo disminuir el consumo de azúcar de tu dieta

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También me acuerdo mucho del pastel con trocitos de chocolate marca Entenmann’s que nos enviaba los domingos la abuela Alice; de ir en el auto con mi madre a Stanley’s Bake Shop mientras


estaba en quinto grado y mirar por la vitrina mientras ella pedía un pastel rectangular cubierto con rosas y crema amarilla de mantequilla, además de repostería francesa en miniatura, para


una fiesta de 50.º aniversario; y de unas galletas cubiertas de chispitas de colores en una caja blanca amarrada con cordel rojo y blanco, un regalo de la tía Tessie. Mi madre, quien fue


química antes de la maternidad, preparaba galletas con trocitos de chocolate para Navidad usando la receta impresa en la bolsa de chocolate Toll House, y las guardaba en una lata de color


azul y blanco. ¡Ah, y esas mezclas para pastel marca Duncan Hines, con la foto de una tajada gruesa y perfecta en cada caja! Cuando mi madre sacaba la pesada batidora Mixmaster para preparar


uno, colocaba un poco de masa en mi pequeño molde plateado para hornearlo en el viejo horno blanco. Cuando cumplí 16 años, mi madre preparó un pastel rosado con glaseado rosado e invitamos


a mis amigos. El problema resultó ser que, mientras comer poca azúcar en general quizás nos mantuvo sin barriga y con cuentas bajas del dentista, nunca aprendí a regular mi medidor de


postres. Era todo o nada. En mi adolescencia, cuando tuve la oportunidad, con gula me comía tres donas o la cajita entera de galletas de la panadería (sola, en mi habitación). Mi madre


escondía sus galletas integrales dulces cubiertas de chocolate (otra golosina poco común) en el gabinete de licores y los dulces del Día de San Valentín encima de la vitrina de la porcelana


para que su voraz familia no se los comiera todos. De adulta, me impresioné cuando mi nutricionista me dijo que creció con tazones de chocolates envueltos en papeles de colores vivos en su


hogar, pero no estuvo tentada a darse el gusto. _¡¿Qué?!_ Adelantemos el relato a mi trabajo como escritora para revistas, los empleos de mis sueños, donde compensé el tiempo perdido. Me


sentía rebelde y festejaba cada vez que me pagaban dándome el gusto de comprar un cremoso bizcocho de chocolate, grande y con capas, en la panadería de la estación de autobuses cuando me


dirigía a casa desde la oficina. En _Woman’s Day_, aprendí cómo escribir artículos sobre comida, pero también cómo perfeccionar un pastel de conejo de Pascua y galletas de mantequilla y


chocolate. En _Good Housekeeping_, durante 10 años como escritora de artículos sobre estilo de vida, me enamoré de la mayoría de los temas acerca de los que escribí —suéteres cómodos,


pintalabios rojos y, sobre todo, bocaditos de crema, barras de manzana y helados caseros—. Las fotos motivaban a los lectores a lanzarse a preparar una casita de jengibre cubierta de gomitas


o el mejor pastel de limón del mundo, pero mis notas al pie de foto cerraban el trato.  El problema consistía en que también me convencía a mí misma. Hornear se convirtió en una pasión. Y


por años, parecía bastante inofensivo. Yo era delgada, y a mis compañeros de trabajo, amigos e incluso choferes de autobús les encantaban las galletas hechas en casa. Yo preparaba ese pastel


de queso con ponche de huevo para una fiesta, o las galletas de chocolate, avena y coco que mis amigos todavía me piden encarecidamente. Asistir a exposiciones de comida en la cocina de


pruebas de la revista era como recibir una invitación al paraíso, en particular cuando veíamos por adelantado el número de diciembre: hileras interminables de galletas, barras, figuras y más


—cubiertas de azúcar en polvo, de ensueño—. Pronto, estaba comprando todos los mejores libros de cocina para postres, desde _Sweety Pie’s_ hasta _Rose’s Christmas Cookies_. Cualquiera que


sea el nombre, si es un libro de cocina e incluye postres, lo tengo. Luego llegaron los ingredientes, desde la divina cocoa marca Valrhona hasta las barras de chocolate semiamargo suizo


marca Lindt. Incluso acepté pedidos para “Tarts by Alice Rose”, tartas que yo misma preparaba, por seis meses. Pero a la larga, todo ese chocolate fino, azúcar blanca y mantequilla pudieron


más que yo; gané peso y me salió una barriga de repostera. NO ES POR NADA QUE SE CONOCE COMO UN BAJÓN DE AZÚCAR Sin embargo, despedirme me costó trabajo. Es doloroso cuando mi hija de cuarto


grado, a quien más le gustan mis golosinas, me ruega que las prepare —y quiero que en su niñez tenga tantos dulces como quisiera haber tenido yo cuando era niña—. Igual de difícil es querer


compartir con nuestra hija mayor unas maravillosas recetas veganas de postre que tengo en mi repertorio de tallas extragrandes. Pero sé que no puedo estar presente como una madre y esposa


de buen talante y serena mientras me ahogo en las mareas altas y los tambaleantes bajones del azúcar, no más que si sorbiera cocteles todo el día. Como sucedió un día el verano pasado, mis


cambios de estado de ánimo debido a malas experiencias domésticas como el tinte de cabello color aguamarina en el mostrador del baño (hermana mayor), los ingredientes costosos desperdiciados


en un experimento de cocina (hermana menor) o los platos sin lavar (esposo) pueden asustar hasta a nuestro dulce y peludo perrito blanco, Sugar. Después de que yo me quedé dormida luego de


consumir un café moca helado y unos pedazos de chocolate cremoso de Cape Cod mientras estábamos de vacaciones, nuestra hija menor, quien se quedó sin supervisar, empezó a jugar con mis


sombras de ojo y pintalabios buenos. Lo hizo muy calladita. Pero cuando me desperté, me enojé mucho, como me imagino que lo haría un borracho malhumorado. La pobre Sugar tenía la cola entre


las piernas, y mis gritos causaron daño —lo cual comenzó de nuevo mi ciclo de culpabilidad y vergüenza rociado de azúcar—. Me enorgullece decir que ahora estoy haciendo cambios, un desafío a


la vez. Para el Día de Acción de Gracias, reduje de cuatro a dos tartas (adiós a la de pacana acaramelada). Para Navidad, preparé un solo tipo de galletas, no los seis acostumbrados. Para


las fiestas de salón de clase, apilé fresas maduras de California en mi plato Limoges más bonito decorado con capullos de rosa. Me sorprendí porque a los niños les encantó; se acabaron todas


las fresas.