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“Mi hermano menor me llamó ‘controladora’”, explicó enfadada Sally, mi clienta de psicoterapia. “¡Solo porque le dije la forma correcta de cuidar a mamá, me insultó!”. Comprendí su enfado.
A nadie le gusta que lo insulten o le digan que es una persona “controladora” o “mandona”. Sally era una cuidadora trabajadora y bienintencionada que se había ofrecido a trasladar a su madre
con demencia moderada a su casa para cuidarla. No se merecía que la insultaran. Pero también me pregunté si su hermano Ned podría tener razón. En los meses que llevábamos hablando, me
había enterado de que Sally controlaba cada detalle de la vida de su madre, desde a qué hora se despertaba hasta qué ropa se ponía y cómo pasaba los días. En parte, hacía esto para mantener
a su madre lo más orientada posible mediante una rutina predecible. Sin embargo, probablemente también lo hacía para reducir su propia ansiedad ante la posibilidad de que algo saliera mal si
ella no estaba al tanto, lo que la hacía sentirse terriblemente culpable. Quizá también necesitaba controlar a Ned, diciéndole lo que debía darle de comer y qué programas de televisión
debía sintonizar durante la semana en que la madre de ambos visitaría la casa de él. Aunque Ned comprendiera la necesidad de mantener la predictibilidad por el bien de su madre, tal vez le
molestó que su hermana mayor no confiara en que él pudiera mantener a su mamá segura y feliz por sí solo. ¿Comprende Sally las necesidades y preferencias de su madre mejor que su hermano?
Con casi total certeza. ¿Eso significa que Ned debe permitir que ella lo guíe? Posiblemente, pero la creencia de su hermana de que solo hay una “forma correcta” de cuidar a su madre puede
parecerle una actitud exigente y ofensiva, como si solo ella pudiera ser la máxima autoridad sobre lo que le conviene a su mamá.