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A medida que se aproximaba la hora de cenar, mi familia permanecía inmutable, como todos los días, en su “enfrentamiento sobre los platos sucios". Como un experimento social, había
dejado que se acumularan en el fregadero los tazones, platos y sartenes sucios de las últimas tres comidas. ¿Tal vez alguien tomaría la iniciativa? Qué idea más absurda. ¿Los lavo sin decir
nada o vuelvo a insistir? Elegí la primera opción, sin dejar de refunfuñar un solo segundo. Cuando llegó la pandemia de COVID-19, mi esposo Bob y yo, nos habíamos acostumbrado finalmente a
la nueva versión de las personas que habíamos sido antes de nuestra vida en el "nido vacío". Acabábamos de encontrar nuestro ritmo cuando todos nuestros hijos regresaron de golpe.
Al principio fue como un descanso forzado, un campamento de verano familiar en formato condensado. Y después COVID se transformó en un microscopio y un megáfono que ampliaba cualquier
pequeña cosa. Las pequeñas molestias empezaron a asemejarse a diminutas grietas. Bob hacía demasiado ruido al masticar, suspiraba demasiado fuerte y se dejaba abiertas las puertas de las
alacenas. Yo me sentía responsable de vigilar el estado emocional de todos y de atender a sus miedos, ansiedades y desilusiones como madre y como hija, con una madre de edad avanzada que
hacía cuarentena en un centro de vivienda asistida en el estado contiguo. ¿Dónde había ido a parar nuestro “nido vacío”? ¿Lo recuperaríamos algún día? La COVID y la cuarentena nos han
aportado lecciones y revelaciones, conmovedoras y felices, grandes y pequeñas. Hemos tenido que poner a prueba los límites de nuestra paciencia y nuestras emociones. Todo esto, incluso las
devastadoras pérdidas, nos ha hecho recordar lo que es realmente importante. NUEVAS CONEXIONES Beth Stevens, de 59 años, de Rye, Nueva York, tiene una relación cercana y afectiva con su
padre, que padece mieloma múltiple. Tras la muerte de su madre, duplicó sus visitas, preocupada por que su padre se sintiera afectado por el aislamiento y la depresión. Cuando surgió la
pandemia, como muchos otros cuidadores, ella dudó sobre cuál era la mejor manera de mantenerlo seguro. ¿Debía llevarlo a su casa para que viviera con ella o dejarlo en el centro para adultos
mayores cercano? Ya que sus hijos adultos entraban y salían de su casa constantemente, Beth decidió que era mejor que se quedara en el centro. Aunque fue duro no estar con él físicamente,
esto les obligó a establecer una mayor conexión con toda la familia. “Mi padre aprendió a hacer llamadas por FaceTime”, dice Beth. “Y con esa nueva habilidad, él se sintió motivado a llamar
a sus nietos y ellos a su vez también empezaron a llamarlo más”.