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A veces, la historia parece ensañarse con los pueblos dotándoles de líderes cuya ambición desmedida no conoce límites, cuyo vínculo con la verdad es tan ... débil que apenas existe, y cuya
concepción de la ética política se reduce al oportunismo calculado. En el caso de Pedro Sánchez, actual presidente del Gobierno de España, no estamos ante un accidente de la democracia, sino
ante un fenómeno bien estructurado: el triunfo del cinismo revestido de retórica, la astucia y el cálculo elevados a sistema de gobierno, y la manipulación como forma habitual de
comunicación. Pedro Sánchez no ha llegado a lo más alto por sus ideas, pues éstas son moldeables como el barro, ni por su coherencia, que brilla por su ausencia, ni por un carisma natural,
que en él es más impostura que magnetismo auténtico. Ha llegado por la conjunción de una voluntad férrea de poder y una capacidad escalofriante, para deshacerse de todo lastre que se
interponga entre él y la Moncloa. No hay amigo, aliado, promesa o principio que resista el paso del tiempo si amenaza su posición. Lo suyo no es la política: es la supervivencia del más
audaz, del más frío y calculador, del más imperturbable ante el escándalo o la contradicción. Recordemos que este es el hombre que prometió en campaña no pactar jamás con populistas ni con
independentistas, y que, a las primeras de cambio, se entregó con fruición a ambos. No se trató de un error táctico, de una necesidad impuesta por la aritmética parlamentaria, sino de una
meticulosa hoja de ruta, cuyo objetivo era claro: mantenerse en el poder al precio que fuera. Sánchez no miente por descuido; miente por sistema. No engaña porque se vea obligado, sino
porque le resulta útil. En su universo, la palabra dada es una herramienta para el momento, y la hemeroteca, un fósil incómodo, que se puede combatir con la sobreactuación y la sonrisa
cínica. Su relación con la verdad es como la de un matrimonio mal avenido. Nada lo retrata mejor que su negativa sistemática a asumir responsabilidades. Su capacidad para la contorsión
dialéctica es tal, que puede sostener dos afirmaciones incompatibles y contrapuestas sin inmutarse, convencido de que el tiempo, la saturación informativa o la polarización emocional del
país diluirán cualquier reproche.En la DANA, dio orden a su comité de crisis de esperar a que el cadáver político del adversario flotase río abajo. Con Ábalos, tapó la podredumbre. Con su
mujer y su hermano al borde del banquillo, se permitió cinco días de silencio para fabricar una puesta en escena lacrimógena, como si el país debiera rogarle que siguiera al mando. Ante el
reciente apagón eléctrico que dejó a miles de hogares y servicios públicos sin suministro, se refugió en su ya clásico mutismo, como si las redes y los trenes colapsados, los hospitales
tensionados y la indignación ciudadana fueran asuntos menores. La responsabilidad, por supuesto, es de otros, en este caso de «los operadores privados». Nunca en siete años ha asumido una
responsabilidad ante los ciudadanos de su país. Jamás. Bajo su mandato, el Consejo de ministros se ha convertido en un club de adhesión inquebrantable, donde la lealtad al líder importa más
que la solvencia técnica o la convicción ideológica. El BOE se ha usado como instrumento de propaganda. Las instituciones han sido asaltadas por un ejército de comisarios políticos, que no
buscan servir al Estado, sino consolidar el poder del presidente. Incluso la figura del Rey ha sido tratada con un desdén calculado, propio de quien considera que la Constitución es un
estorbo cuando no sirve a su causa. Sánchez ha cultivado una imagen de moderación mientras abrazaba, sin sonrojo, a quienes quieren romper España. Ha promovido una agenda social que dice
proteger a los vulnerables, pero que ha terminado favoreciendo a clientelas políticas y a determinados colectivos subvencionados. Nada escapa a su insustancial y, muchas veces, deletérea
verborrea. Todo puede ser etiquetado, resignificado, relativizado, si con ello se garantiza un titular favorable o una investidura más. En el fondo, Pedro Sánchez no tiene ideología, sino
estrategia. No busca transformar la realidad, sino gestionarla en su beneficio. Es el político del simulacro, del relato como escudo, del cálculo como brújula. Y lo más inquietante es que lo
hace sin una pizca de vergüenza. No se trata de un personaje trágico, atormentado por sus contradicciones; es, más bien, el prototipo del dirigente impermeable a la crítica, insensible a la
decencia, imperturbable ante la evidencia. Quizá lo más preocupante de Pedro Sánchez no es lo que hace, sino lo que simboliza: el fin de la política como servicio público, el ocaso del
pudor institucional, la sustitución del mérito por la fidelidad, la consagración de la mentira como arte de gobierno. Si algo ha quedado claro en estos años es que no tiene límites. Y cuando
un dirigente carece de límites, la democracia entera se vuelve vulnerable. La erosiona desde dentro, la corrompe con el barniz de la normalidad, la convierte en un decorado al servicio del
líder. España no se merece esta presidencia construida sobre la argamasa de la desmemoria, el oportunismo y la manipulación emocional. Y aunque muchos votantes lo hayan respaldado, por
convicción o por hartazgo de lo otro, convendría recordar que el sufragio no blanquea la impostura, ni la mayoría borra el veneno. Pedro Sánchez ha hecho del poder su único proyecto. Y
mientras lo conserve, el país seguirá orbitando alrededor de sus necesidades. Pero llegará el día en que se apague la luz del escenario y solo quede el eco de sus palabras huecas, la estela
de las promesas rotas y el cansancio de un pueblo que, ojalá, despierte a tiempo. Pedro Sánchez, tan preocupado por la forma en la que pasará a la historia, lo hará como el protagonista de
un periodo oscuro, el periodo más triste y lamentable de la España del actual periodo democrático. _Los integrantes del Grupo de Opinión Los Espectadores son:_ _Bernardo Escribano Soriano,
Jesús Fontes, Javier Jiménez, José L. Garcia de las Bayonas, José Izquierdo, Blas Marsilla, Luis Molina, Palmiro Molina, Francisco Moreno, Antonio Olmo, José Ortíz, Francisco Pedrero,
Antonio Sánchez y Tomás Zamora._