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No hace falta que se alineen los astros. Basta con que lleguen estas fechas de felicidad por decreto para que las cenas de empresa se ... extiendan como una plaga. Comidas familiares no
faltarán tampoco, y, desde luego, copas con presuntos amigos. También tardes con críos berreantes e insaciables en un centro comercial. Días de trajín en esos parques temáticos llenos de
gente que va de aquí para allá con la Visa en ristre, de tipos/as que a débito o crédito compran retales de entusiasmo, que se amontonan en esos nuevos templos del gasto, que abarrotan los
aparcamientos y allí se apilan como perfectos candidatos consumistas, que como posesos estrujan sus bolsillos a golpe de volunto y reclamo publicitario, que en pocas horas vacían los
estantes sin reparar en cuántos de esos productos son de verdad necesarios. Y todo a la mayor gloria de esa ceremonia del despilfarro por aquí calificada de navideña. Se ha abierto la veda
del alborozo y la propaganda, de las resacas y la acidez de estómago, de los números rojos y el despiporre. Pero, ya me dirán quién es el guapo que se sustrae al jaleo y la marabunta, quién
no gimotea un poquito con los destellos de las luces led pestañeantes. Pues de entre todos esos momentos únicos y vacuos, de entre todas esas reuniones e instantes impagables que
registraremos con un selfi de los cojones, destaco hoy los ágapes y el colegueo etílico con compañeros del curro. Y qué decir de las inenarrables comidas con la parentela política. Por
cierto, asistirá más de uno al lucimiento pectoral de cuñadas pletóricas –antaño lisas como una tabla- que por arte de birlibirloque han experimentado el efecto dual del levantamiento y
abultamiento vampírico de senos. Oiremos otra vez a ese deudo sabelotodo que no renueva el argumentario así lo maten, que siempre posee el mejor coche, al que él mismo cambia los pistones,
que es un manitas del carajo y auxilio del vecindario, a quien este año no le volverá a tocar El Gordo por apenas dos numeritos, aunque a él –claro- no le hace puñetera falta. Hay personas,
no obstante, que tienen miedo a esos entrañables cotarros, a esas melés y saraos. Sujetos que consideran que son como paseos por hoja de navaja, por una de doble filo. Algunos de esos bichos
raros a los que las navidades tocan las narices (que alguno conozco), me sugieren que escriba un manual para sobrevivir dignamente a las cenas de empresa. Sobre cómo capear, por ejemplo, al
insustancial compañero de oficina y a sus bromas bienintencionadas. Sobre cómo subsistir ante la frívola colega bañada de lentejuelas para la ocasión, o, cómo impedir el estallido de
tímpano ante el griterío de los comensales y del graciosillo de turno que acapara la cena, o, cómo evitar que te tachen de aguafiestas cada dos por tres. En fin. Misión imposible. Aunque
quizá no, y saldrás airoso si te colocas en una esquina de la mesa y dibujas una sonrisa como la de La Gioconda.